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esta ocasión para hablar a mis queridos hijos y
hermanos y exponerles algunas cosas que no pude
decir en la conferencia de San Francisco de Sales.
Estoy convencido de que todos tenéis la firme
voluntad de perseverar en la Sociedad y, por
consiguiente, de trabajar con todas vuestras
fuerzas para ganar almas a Dios y salvar, en
primer término, la vuestra. Para triunfar en esta
santa empresa, hemos de procurar poner como base
el máximo empeño en practicar las reglas de la
Sociedad. Pues de nada servirían nuestras
instituciones, si fuesen letra muerta olvidada en
el escritorio y nada más. Si queremos que nuestra
Sociedad siga adelante con la bendición del Señor,
es indispensable que cada artículo de las
constituciones sea norma de nuestra actuación. Sin
embargo, hay algunas cosas prácticas y muy
eficaces para alcanzar el fin propuesto y, entre
ellas, os indico la unidad de espíritu y la unidad
de administración.
Por unidad de espíritu, entiendo una
determinación firme, constante en querer o no
querer las cosas que el Superior juzga que sirven
para la mayor gloria de Dios. Esta determinación
no disminuye nunca, por grandes que sean los
obstáculos que se oponen al bien espiritual y
eterno, según la doctrina de san Pablo: Caritas
omnia suffert, omnia sustinet (1 Cor 13,73). Esta
determinación induce al Hermano a la puntualidad
en sus deberes, no sólo por el mandato que se le
impone, sino por la gloria de Dios que quiere
promover. De ahí procede la prontitud para hacer,
a la hora establecida, la meditación, la oración,
la visita al Santísimo Sacramento, el examen de
conciencia, la lectura espiritual.
Verdad es que todo esto está prescrito por las
reglas; pero, si no se procura observarlo por un
motivo sobrenatural, nuestras reglas quedan en el
olvido.
Lo que poderosamente contribuye a mantener esta
unidad de espíritu es la frecuencia de los santos
sacramentos. Los sacerdotes hagan ((**It17.895**)) todo
lo posible para celebrar con regularidad y
devoción la santa misa; los que no lo son procuren
recibir la comunión con la mayor frecuencia
posible. Pero el punto fundamental está en la
confesión frecuente. Procure cada uno observar lo
que prescriben las reglas respecto a esto. Es
absolutamente necesaria una confianza especial con
el Superior de la casa a que se pertenece. El gran
defecto consiste en que muchos interpretan
torcidamente ciertas disposiciones de los
superiores o las consideran de escasa importancia
y van aflojando en la observancia de las reglas
con daño para sí mismos, disgusto de los
superiores y omisión o, por lo menos, descuido de
las cosas que habrían contribuido poderosamente al
bien de las almas. Renuncie, por tanto, cada uno a
su propia voluntad y al pensamiento del bienestar
privado; asegúrese únicamente de que lo que debe
hacer sirve para la mayor gloria de Dios y después
vaya adelante.
Aquí, sin embargo, surge una dificultad: en la
práctica, hay casos en los que parece mejor actuar
diversamente a como había sido mandado. No es
verdad. Lo mejor es hacer siempre la obediencia,
sin cambiar nunca el espíritu de las reglas,
interpretado por el respectivo Superior. Por lo
cual esfuércese siempre cada uno en interpretar,
practicar, recomendar la observancia de las reglas
entre sus hermanos y hacer con el prójimo todo lo
que el Superior juzgue que sirve para mayor gloria
de Dios y provecho de las almas. Considero esta
conclusión como la base fundamental de una
sociedad religiosa.
La unidad de espíritu tiene que ir acompañada
por la unidad de administración. Un religioso se
propone cumplir el dicho del Salvador, es decir,
renunciar a cuanto tiene o puede tener en el mundo
por la esperanza de una recompensa mejor en el
cielo. Todo: padre, madre, hermanos, hermanas,
casa, bienes de cualquier género, todo lo ofrece
al amor de Dios. Pero como todavía tiene el alma
unida al cuerpo,
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