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tarde, especialmente durante el verano, había un
encargado que daba a beber una bebida, una
limonada, que estaba en un cubo cubierto con una
tapadera de madera.
A fines de octubre, se recogían los carnets, se
contaban los sellos y, de acuerdo con ellos, se
daban los premios: relojes, trajes y otros objetos
y, a los mejores músicos, también el instrumento.
Cuando un muchacho tenía la chaqueta, los
pantalones o los zapatos rotos, él daba traje o
zapatos, a veces remendados, pero buenos.
Muchos iban al Oratorio atraídos por el
tíovivo, que en las plazas costaba diez céntimos
por cabeza, por los pasavolantes y por los regalos
que allí se recibían. Los pasavolantes estaban
constituidos por cuerdas atadas a un anillo de
hierro en el extremo de un palo vertical clavado
en el suelo y terminaban con un nudo; después, los
muchachos se agarraban al nudo e hincando los pies
en el suelo se lanzaban al aire.
La música de la banda era otra buena atracción
y no sólo para los muchachos, sino también para la
gente que pasaba junto a la cerca del Oratorio y
se paraba a escuchar.
En aquellos tiempos, don Bosco no tenía muchos
chicos en el Oratorio y esto como consecuencia de
ciertos choques tenidos con el clero y,
especialmente con el párroco del <>, o sea
el de San Simón y San Judas. A lo sumo, podían
llegar a setenta. Nos recomendaban a menudo que
lleváramos a otros compañeros. Casi todos eran
peones de albañil, mecánicos, hojalateros.
Estos recuerdos han sido fielmente escritos por
don Leonardo Beinat y están de acuerdo con cuanto
yo guardo en mi memoria.
Turín, 2-VIII-1935, Oratorio D. M. Rúa.
ANGEL ENRIQUE BENA
de Magnano Biellese
B
Nací en Turín el día 19 de julio de 1866. En
1871 comencé a asistir al Oratorio. Don Bosco
estaba siempre sereno y sonriente. Tenía unos
ojos, que taladraban y penetraban en el alma.
Cuando aparecía entre nosotros, era una alegría
para todos. Don Miguel Rúa y don José Lazzero iban
a su lado como si tuviesen en medio de ellos al
Señor. Don Julio Barberis y todos los muchachos
corrían a su encuentro y lo rodeaban caminando
unos a sus lados, otros de espaldas para mantener
la cara vuelta hacia él. Era una fortuna, un
privilegio muy ansiado poder estar cerca y hablar
con él.
El paseaba despacio, hablando y mirando a todos
con aquellos ojos que giraban a todas partes,
electrizando de alegría los corazones.
Bajaba a veces de su cuarto y se ponía debajo
del pórtico a mano izquierda del que baja la
escalera. Esto ocurría hacia 1875. Don Miguel Rúa
((**It17.864**)) y don
José Lazzero estaban siempre a su lado. Los
muchachos externos e internos se acercaban a él.
Un día, mientras estaba en aquel lugar, me ofreció
un polvo de rapé. Tenía yo unos nueve años. La mar
de contento, metí mis dedos en su cajita o
tabaquera negra y, mientras yo tomaba una pizca,
cerró él la tapadera y me agarró los dedos en
medio.
Eran bromas que nos alegraban.
Una vez apareció solito a la puerta de entrada
cerca del santuario. Entonces un
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