((**Es17.703**)correspo
nde, puesto que la gracia de las letras es
nobilísima, hasta el punto de que los que la
alcanzaron creen poseer algo grande y los que no
la poseen casi carecen ante los hombres de la
prenda principal. De ahí puede deducirse la
astucia y criminalidad del decreto del emperador
Juliano que vedaba a los cristianos dedicarse a
los estudios liberales. Pues preveía con acierto
que serían fácilmente despreciados si ignoraban
las letras y no podría florecer por mucho tiempo
el nombre cristiano, cuando el vulgo lo creyese
ajeno a las artes nobles.
Además, como nuestra naturaleza es tal que, por
las cosas que percibimos con los sentidos, nos
elevamos a las que superan los mismos sentidos, no
hay nada que ayude tanto a la inteligencia como la
fuerza y elegancia del escribir. En efecto, la
elegancia de la lengua del país donde hemos nacido
atrae admirablemente a los hombres a escuchar y a
leer; y, de ahí, se sigue que la verdad de las
palabras y de las sentencias, como si irradiara
nueva luz, penetra más fácilmente y se asienta en
los ánimos, lo cual tiene cierta semejanza con el
culto externo que se presta a la divinidad, del
que precisamente procede la gran utilidad, que la
mente y el pensamiento humano se elevan por el
esplendor de las cosas corpóreas a considerar la
majestad de la luz suprema.
San Basilio y san Agustín ponderan y alaban uno
por uno estos hermosos frutos de erudición; y, con
mucha sabiduría, nuestro predecesor Pablo III
prescribía que los escritores católicos tuviesen
la elegancia del estilo para triunfar sobre los
herejes, que pretenden ser los únicos que poseen
doctrina y pericia en las letras. Y, cuando
decimos que el clero debe cuidar con esmero el
estudio de las letras, queremos hablar no sólo de
las nuestras, sino también de las griegas y
latinas; es más, entre nosotros debe tenerse mayor
cuidado del estudio de las letras de los antiguos
romanos, ya sea porque la lengua latina es
compañera y vehículo de la religión católica para
todo el Occidente, ya sea porque muchos la
cultivan menos profundamente, de suerte que el
mérito de escribir en latín con la debida dignidad
y elegancia parece ir mermando paulatinamente.
También deben estudiarse cuidadosamente los
escritores griegos, porque las lumbreras griegas
resplandecen con tanta preeminencia en cualquier
género que no es posible pensar en nada mejor y
más perfecto.
A esto debe atribuirse la costumbre ((**It17.814**)) en
vigor entre los Orientales, en virtud de la cual
las letras griegas viven y se encarnan en los
monumentos de la Iglesia y en las costumbres de
cada día, y no se debe olvidar que los eruditos en
las letras griegas asimilan más fácilmente la
virtud latina por lo que saben de griego.
Considerando la utilidad de estas cosas, la
Iglesia Católica que siempre acostumbró cuidar en
la medida de su necesidad todas las cosas
hermosas, nobles y dignas de encomio, se preocupó
de las bellas letras y siempre dedicó gran parte
de sus cuidados a favorecer su estudio y su
incremento. En efecto, todos los santos Padres
fueron expertos en las letras en la medida que lo
consentían los tiempos en que vivieron, y algunos
de ellos llevaron tan adelante su ingenio y su
estudio que llegaron a cumbres tan altas como los
antiguos literatos de Roma y de Grecia.
Además, la Iglesia ha hecho el gran beneficio
de conservar gran parte de las obras antiguas
latinas y griegas, obras de poetas, oradores e
historiadores. En los tiempos en que las buenas
letras yacían olvidadas por indiferencia o por
descuido o también cuando estaban silenciosas por
el estrépito de las armas en toda Europa, todos
saben que, en medio de tantos trastornos y tanta
barbarie de costumbres, las letras no encontraron
más refugio que en las comunidades de monjes y
sacerdotes.
Tampoco debe echarse en olvido que muchos
romanos Pontífices, nuestros predecesores, deben
ser colocados entre los que son llamados eruditos
por el conocimiento
(**Es17.703**))
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