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para ser recompensados por la Santísima Virgen,
que las consideraba como suyas.
El veintidós de marzo, fue a comer en casa del
señor Broquier. Era un abogado muy conocido en
Marsella; Pío IX le había encargado algunas
causas, que interesaban a la Santa Sede. En otro
tiempo, dominado por la manía de figurar, no se
daba en la ciudad una fiesta importante a la que
no acudiese para hacer alarde de su persona. Pero
más tarde, meditando en la vanitas vanitatum de la
gloria del mundo, había cambiado completamente de
parecer y de sentimientos y vivía apartado incluso
del foro. Tenía en casa capilla privada, donde
pasaba buena parte del día en oración. Y, cada
mañana, revestido con hábito de capuchino, ayudaba
a la misa. Su mujer cantaba magníficamente; y, si
en tiempos pasados, no faltaba nunca la señora
Broquier para hacer gala de su voz en veladas
públicas y en tertulias de las familias
señoriales, ahora tampoco salía casi nunca, sino
que trabajaba asiduamente agujando y calcetando
para el oratorio de San León. Como eran muy ricos,
los dos esposos gastaban mucho en beneficencia y
socorrían a don Bosco con generosidad.
Después de la comida era esperado el Santo en
varios lugares, a los que no pudo negarse a ir;
pero lo aguardaban especialmente las monjas de la
Visitación. Una de ellas hacía verdaderamente
desesperar a las superioras, al capellán e incluso
al Obispo. Don Bosco no la conocía ni sabía una
palabra de sus extravagancias. Pues bien, apenas
entró arrodilláronse las religiosas a la espera de
su bendición, y, mientras se encomendaban todas a
sus oraciones, él, tomando a aquélla de la mano le
dijo:
-Rezaré especialmente por usted, para que el
Señor le conceda esto y aquello, le libre de eso y
de lo otro, y pueda usted hacer así y asá.
Las hermanas, sorprendidas primero y
emocionadas después, se miraban unas a otras
llorando y diciendo:
-íEsto es un milagro!
Sugirióle, después, los medios para corregirse
de sus defectos y aseguró a las superioras que, de
aquel momento en adelante, ella no ((**It17.55**)) sería
ya la de antes. Por la fiesta de la Anunciación,
fue el capellán a decirle que la monja se pasaba
las horas en la iglesia rezando, que había pedido
perdón a las superioras y que, desde hacía tres
días, daba buen ejemplo a la comunidad en todo y
por todo.
El día veinticuatro creció tan desmesuradamente
la afluencia de visitantes que don Julio Barberis
se colocó a la entrada de la habitación
obligándoles a pasar en grupos de seis y de ocho y
recomendando(**Es17.56**))
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