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sacó del bolsillo tres cosas que siempre llevaba
consigo: el rosario, las Rubricae missalis y una
cajita metálica con tapadera atornillada, en la
que guardaba agua bendita. De las rúbricas dijo:
-Todavía son las de la primera misa. He
renovado varias veces la encuadernación. Cada
semana leo algún párrafo y, rara vez, sucede que
no advierta algo que corregir o perfeccionar en la
celebración de la santa misa.
Era una edición Pomba de 1830, en formato
pequeño y de doscientas dos páginas.
Otro día se encontraba don Esteban Trione en la
habitación de don Bosco cuando le llevaron el
correo. Por entre el montoncito de cartas puestas
sobre la mesa, asomaba un sobre grande, que
seguramente contenía valores declarados. La mano
del Santo, casi de un modo instintivo, comenzó en
seguida por aquél, aproximando el pulgar y el
índice para sacarlo; pero, nada más tocarlo,
retiró los dedos y, sin interrumpir la
conversación, comenzó a tomar las cartas por
arriba, quitar el sello y abrirlas una tras otra.
Acostumbrado a proceder siempre con orden en todo,
le pareció a don Esteban Trione que, con aquella
especie de rectificación, trató de corregir un
movimiento que tenía algo de imperfecto.
En uno de aquellos numerosos coloquios, don
Bosco le contó, familiarmente, un caso que le
había ocurrido a él en tiempos pasados. Le dijo:
-Vino Festa a pedirme una bendición porque le
dolían las muelas. Le impartí la bendición, pero
no ((**It17.651**)) recé
pidiendo que el mal me pasase a mí. Lo hice una
vez y tuve tan atroces dolores que me vi obligado
a ir de noche al dentista y hacerme extraer la
pieza que dolía.
El Clérigo Festa completó la narración a don
Esteban Trione, que le refería la anécdota, y
aseguró que, apenas se puso en la cabeza el bonete
del Santo, se había sentido mejor.
Este episodio del bonete nos trae a la memoria
otro hecho similar. En 1885, don Bosco estuvo a
punto de perder a su confesor. Aquejado de
gravísima dolencia, efecto de un aflujo de sangre
a la cabeza, ocasionado por un agravio que le
hicieron ciertos maleantes, don Francisco
Giacomelli entró en agonía. Aunque ya había
recibido la Unción de los enfermos, su hermana,
consternada ante el pensamiento de tener que
perderlo, iba y venía a don Bosco para
encomendarlo a sus oraciones, y una vez le
presentó un solideo del hermano para que lo
bendijese. Don Bosco la atendió caritativamente.
Vuelta de nuevo a casa, se lo puso en la cabeza al
enfermo sin decirle nada. Desde aquel momento, don
Francisco Giacomelli comenzó a recuperarse y,
finalmente,
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