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CAPITULO XXIII
ANECDOTAS, NORMAS DIRECTIVAS
Y CARTAS
ULTIMADA la crónica de 1885, quedan algunas
cositas dispersas, que trataremos de compendiar y
ordenar lo mejor posible en este último capítulo.
Damos preferencia a un manojo de anécdotas que,
directa o indirectamente, pertenecen a don Bosco.
Las enfermedades de su ancianidad, agravadas
por largas indisposiciones, no tienen por qué
hacernos creer que don Bosco estuviese
absolutamente extenuado y casi reducido a la
impotencia. La dignidad del porte, la veneranda
compostura de su rostro y, sobre todo, la
penetrante viveza de su mirada no lo abandonaron
nunca hasta el final de su vida: en aquel cuerpo
gastado y agotado, se veía que albergaba siempre
una alma presente de por sí y que se sobreponía a
toda fragilidad. Un día se encontró con él un
pastor o ministro protestante, bastante conocido
en Turín, especialmente por las relaciones que
tenía con la Gazzetta del Popolo y por una casa de
salud que había abierto para atender a los niños.
Pues bien, cuando se cruzaron en la acera de la
calle, el Santo le clavó una mirada tan fulminante
que aquél se sintió turbado como por una conmoción
imprevista de todo su ser. Se dice que, después de
la muerte del Siervo de Dios, se convirtió 1.
No menos eficaz de lo acostumbrado era siempre
su palabra, de lo que nosotros mismos fuimos
testigos. La palabra de don Bosco ((**It17.649**))
obraba, por así decirlo, incluso a distancia. Un
antiguo alumno, apartado del buen camino, estaba
dando gravísimos escándalos. Un día viajaba con el
Santo el inspector don Francisco Cerruti. Tenía
éste que hacer transbordo en cierta estación;
mientras se apeaba del tren, tomóle don Bosco por
la mano y apretándosela de modo que lo conmovió,
le dijo:
1 El doctor Laura nos contó este hecho el 14 de
abril de 1891, en la sobremesa de la fiesta de la
dedicación de la nueva capilla de Valsálice.
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