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los trataba. En el barrio de la Boca se había
producido un bárbaro y escandaloso espectáculo. Un
montón de aquellos infelices, desembarcados de una
nave, estaban militarmente alineados en dos
hileras; de un lado las mujeres con sus hijitos,
del otro los hombres. Las mujeres estaban
deshonestamente vestidas; pero no fue esto lo que
causó mayor horror. Llegado el momento de repartir
a aquellos desgraciados entre los compradores, se
arrancaba a los pequeños de sus madres entre el
llanto desesperado de unos y otras. Una multitud
de gente asistía a la vergonzosa escena. Dos
diputados tuvieron el valor de alzar la voz en la
Cámara, en nombre de la humanidad, contra trato
tan inhumano, y el Ministro de la Guerra se vio
obligado a contestar, prometiendo castigar a los
responsables.
Pero durante la discusión parlamentaria salió a
la luz otro hecho.
Cierto diputado denunció a un comandante, que
había fusilado a doscientos cincuenta indios,
incluídas las mujeres, acribilladas a balazos
mientras estrechaban contra el pecho a sus hijos
para resguardarlos. Actos repugnantes de semejante
jaez se perpetraban en la inmensidad del desierto
patagónico, sin que se tuviese en la Capital el
menor conocimiento de ellos. íCuántas veces, manu
militari, se juntaba violenta y apresuradamente a
caravanas de indios, a los que se obligaba a
trabajos de esclavos por cuenta de municipios o de
particulares, sin más recompensa que el mísero
alimento! La Nación del día diez de noviembre
narraba este episodio. Ciento cincuenta indios
viajaban por ferrocarril hacia una localidad,
donde necesitaban sus brazos. En una estación más
allá de Tucumán bajó para apagar la sed el
sargento que mandaba los soldados de la escolta.
En el figón se le acercó un señor y le ofreció una
botella de cerveza a cambio de un indiecito. El
militar agarró la botella con una mano, abrió con
la otra la puerta ((**It17.637**)) del
furgón, donde estaban amontonados los indios, echó
mano del primer muchacho que alcanzó y, sin hacer
ningún caso de sus gritos ni de la desesperación
de la madre, se lo dio al que se lo había pedido.
El tren partió y el pobre chiquillo quedó en poder
del que lo había comprado por una botella de
cerveza.
Son cosas que no debíamos callar, para que hoy
se comprenda mejor cuáles eran las verdaderas
condiciones en las que ejercieron su ministerio en
la misión de Patagonia los primeros Salesianos.
Escribía en torno a ellas, con el corazón
desgarrado, don Antonio Riccardi, secretario de
monseñor Cagliero, en una carta del día doce de
noviembre a don Juan Bautista Lemoyne, director
del Boletín Salesiano: <(**Es17.546**))
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