((**Es17.51**)en el
ánimo de ambos. Oídas las explicaciones en aquella
ocasión, intercambiáronse los dos algunas
palabras, y concluyó el Conde sonriendo:
((**It17.48**)) -Pues
bien, le daremos cincuenta mil francos, cuando
podamos.
->>Y por qué no cien mil?, replicó la Condesa.
-Bueno, sean cien mil, añadió el Conde. Aunque,
pensándolo mejor... tengo que vender ciertos
títulos... Si te parece bien (volviéndose a su
esposa), podríamos dar a don Bosco ciento
cincuenta mil francos.
-Sí, sí, aprobó la santa mujer.
-Helos, pues, aquí: cincuenta mil francos para
comprar los terrenos Belleza del Oratorio;
cincuenta mil para la iglesia del Sagrado Corazón
en Roma y cincuenta mil para las misiones de
Patagonia.
La generosidad superó toda esperanza; más tarde
dobló la cantidad para la compra dicha. Cuando el
Conde y la Condesa tenían la suerte de hablar con
don Bosco, no se cansaban de preguntarle y
escucharle. Aquella noche ya se prolongaba mucho
la conversación después de cenar, sin que diesen
muestra de querer acabar. Hacia las diez, don
Bosco se caía de sueño y dio a entender que sentía
necesidad de descansar. Se levantaron, pero el
diálogo siguió en pie. Por fin, tomó el Conde la
luz y le acompañó con la Condesa hasta la puerta
de la habitación preparada para él; pero estaban
ya en el umbral y saltaron nuevas preguntas, que
requerían nuevas respuestas. Entró, por fin, y
siguióle el Conde para cerciorarse de si todo
estaba en orden. Cuando el Siervo de Dios se
acostó, faltaba poco para medianoche.
Partió a las ocho y media del día quince y, en
dos horas, llegó a Marsella. Como de costumbre, el
gentío de visitantes se apiñó a su alrededor sin
parar. Sin embargo, todo procedía con más
tranquilidad que el año anterior. Pero se
repitieron con más frecuencia los casos de
señoras, que, queriendo confesarse con él y no
sabiendo cómo lograrlo de otro modo, se
arrodillaban en el suelo en medio de la habitación
y empezaban la acusación de sus faltas.
Inútilmente insistía don Bosco diciendo que aquél
no era lugar para confesar a mujeres y que las
leyes ((**It17.49**)) de la
Iglesia no lo consentían; no había manera de
hacerlas callar.
-Es que yo no puedo confesarla aquí, replicaba
don Bosco.
-Vamos, pues, a la iglesia.
-No puedo, no tengo tiempo.
Era preciso resignarse. Cuando terminaban, les
decía:
->>Y ahora qué hacemos? No me es lícito darle
aquí la absolución.(**Es17.51**))
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