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seminario; pero las pobrecitas temblaban ante
aquella vieja fea y malvada, que llegaba incluso a
blandir rabiosamente el cuchillo persiguiéndolas.
Por fin, cuando el exequátur permitió a Monseñor
dejar el seminario para tomar posesión del Palacio
episcopal, cedió a los ruegos de don Santiago
Costamagna y la quitó de la cocina; pero, en vez
de despedirla, movido por su gran caridad, la dejó
en el palacio como cocinera suya.
Pero desgraciadamente la caridad no amansa a
las fieras. Una noche oyó Monseñor, a eso de la
medianoche, un alboroto en la cocina; bajó y se
encontró a aquella mujer bebiendo con algunos
criados. Indignado, mandó a todos retirarse a sus
habitaciones y salió a pasear por el patio para
calmar su espíritu ((**It17.548**))
agitado con tan desagradable sorpresa. Pero lo
peor vino después. Cuando quiso entrar, la puerta
estaba atrancada y llamó en vano para que le
abrieran. Afortunadamente llevaba en el bolsillo
la llave del seminario y así pudo ir a dormir allí
a su antigua habitación. Y precisamente sobre este
hecho fabricaron sus adversarios un disparatado
castillo; lo cual les resultó muy fácil, puesto
que la mansedumbre del Obispo aun después de
semejante infamia, no procedió a echar a la
maléfica mujer.
En Roma se examinó la cuestión y, ante la
pertinacia de los opositores y la imposibilidad de
un acuerdo, por miedo a inconvenientes y
escándalos, se juzgó prudente invitar a Monseñor a
presentar la dimisión, pero, al mismo tiempo, se
le ordenó que siguiera ocupando la Sede y
administrando la diócesis hasta que se nombrara
sucesor. Aunque esta solución le devolvía el
honor, porque demostraba que se consideraban
inexistentes las acusaciones, cargó sobre sus
hombros una cruz muy pesada, al tener que moverse
entre enemigos que cantaban victoria. Acometióle
inapetencia, un agudo dolor de cabeza traspasaba
sus sienes día y noche y el santo varón parecía
alelado en ciertos momentos.
Pero la Providencia velaba por él. Nada más
firmar la dimisión, exclamó para sus adentros:
-íOh, si don Bosco me permitiese retirarme a la
iglesia de San Juan Evangelista, me parece que
recobraría mi tranquilidad y acabaría mis días en
paz!
Pero no manifestó a nadie su pensamiento. Mas
hete aquí que, al llegar a Turín la noticia de su
dimisión, don Bosco que la recibió cuando estaba
sentado a la mesa, dijo:
-íPobre Obispo! íEra un gran amigo y bienhechor
nuestro! >>No sería conveniente, más aún, no
deberíamos escribirle que venga a vivir con
nosotros?
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