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((**Es17.471**) seminario; pero las pobrecitas temblaban ante aquella vieja fea y malvada, que llegaba incluso a blandir rabiosamente el cuchillo persiguiéndolas. Por fin, cuando el exequátur permitió a Monseñor dejar el seminario para tomar posesión del Palacio episcopal, cedió a los ruegos de don Santiago Costamagna y la quitó de la cocina; pero, en vez de despedirla, movido por su gran caridad, la dejó en el palacio como cocinera suya. Pero desgraciadamente la caridad no amansa a las fieras. Una noche oyó Monseñor, a eso de la medianoche, un alboroto en la cocina; bajó y se encontró a aquella mujer bebiendo con algunos criados. Indignado, mandó a todos retirarse a sus habitaciones y salió a pasear por el patio para calmar su espíritu ((**It17.548**)) agitado con tan desagradable sorpresa. Pero lo peor vino después. Cuando quiso entrar, la puerta estaba atrancada y llamó en vano para que le abrieran. Afortunadamente llevaba en el bolsillo la llave del seminario y así pudo ir a dormir allí a su antigua habitación. Y precisamente sobre este hecho fabricaron sus adversarios un disparatado castillo; lo cual les resultó muy fácil, puesto que la mansedumbre del Obispo aun después de semejante infamia, no procedió a echar a la maléfica mujer. En Roma se examinó la cuestión y, ante la pertinacia de los opositores y la imposibilidad de un acuerdo, por miedo a inconvenientes y escándalos, se juzgó prudente invitar a Monseñor a presentar la dimisión, pero, al mismo tiempo, se le ordenó que siguiera ocupando la Sede y administrando la diócesis hasta que se nombrara sucesor. Aunque esta solución le devolvía el honor, porque demostraba que se consideraban inexistentes las acusaciones, cargó sobre sus hombros una cruz muy pesada, al tener que moverse entre enemigos que cantaban victoria. Acometióle inapetencia, un agudo dolor de cabeza traspasaba sus sienes día y noche y el santo varón parecía alelado en ciertos momentos. Pero la Providencia velaba por él. Nada más firmar la dimisión, exclamó para sus adentros: -íOh, si don Bosco me permitiese retirarme a la iglesia de San Juan Evangelista, me parece que recobraría mi tranquilidad y acabaría mis días en paz! Pero no manifestó a nadie su pensamiento. Mas hete aquí que, al llegar a Turín la noticia de su dimisión, don Bosco que la recibió cuando estaba sentado a la mesa, dijo: -íPobre Obispo! íEra un gran amigo y bienhechor nuestro! >>No sería conveniente, más aún, no deberíamos escribirle que venga a vivir con nosotros? (**Es17.471**))
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