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al que ya me comprometí en Turín, me llevará hasta
el Patronage. El señor Conde vaya y esté preparado
a la puerta del colegio; en cuanto yo llegue allí,
subiré a él y me haré conducir de nuevo a la
estación. El coche del señor Duque quédese aquí,
porque yo no tardaré en volver y con él me haré
llevar otra vez a casa. Seguiremos así hasta que
todos queden satisfechos.
Aquellos señores, cada uno de los cuales
ignoraba la intención de los demás, al darse
cuenta del caso, comprendieron su apuro, rieron la
graciosa salida y no llevaron a mal que hubiese
tomado el coche de la Marquesa.
En el colegio encontró, con los alumnos, a
muchísimos señores, que habían acudido para tomar
parte en la recepción. Los Salesianos
experimentaron una gran pena cuando, después de
retirarse los forasteros, le vieron expectorar
saliva mezclada con sangre; todos se pusieron de
acuerdo para impedir que lo molestasen. Don José
Ronchail, especialmente duro como las rocas de sus
Alpes, era inexorable, despidiendo sin prestar
oídos a las razones de cuantos pedían ser
recibidos. Le proporcionó enseguida una esmerada
visita del doctor D'Espiney, autor de la conocida
biografía. Este rogó a don Bosco que guardara cama
y le esperara hasta las siete; examinó después
diligentemente su estado y formuló un diagnóstico
muy diverso del de sus colegas de Turín. La
extraordinaria inflamación del vientre era efecto
de la hinchazón del hígado, que aumentaba con las
medicinas que le habían prescrito en Turín. Además
de otras cositas, le ordenó que tomara cada día
dos cucharaditas de quinina disuelta, para
combatir la fiebre, que le asaltaba diariamente.
Enseguida experimentó los benéficos efectos de
la nueva medicación. Sin fatigarse, pudo celebrar
la misa el día seis por la mañana ante más de
quinientos forasteros. Para la comida del mediodía
aceptó la invitación de los señores de Montigny,
que después le entretuvieron en conversación
((**It17.43**)) por lo
menos un par de horas. Al salir de allí fue a ver
a un señor enfermo. Era un americano de Bahía
(Brasil), que ofrecía a don Bosco en su ciudad una
casa amueblada, con tal de que enviase allí a los
Salesianos. La dueña de la casa donde vivía el
enfermo, quedó tan encantada de la conversación
del Santo que fue varias veces a visitarlo,
declarándose dispuesta a cederle sin más aquel
edificio, para que lo destinara a residencia de
sacerdotes ancianos, imposibilitados para el
trabajo. El Siervo de Dios volvió al colegio
cansado, cansadísimo; y, sin embargo, celebró
todavía reunión capitular para tratar de la
admisión de un hermano a los votos y de otros a
las sagradas órdenes.(**Es17.46**))
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