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al Oratorio, cuando tuvo un sueño en el que pudo
ver la suerte diversa de dos de la casa. Yacía en
la enfermería, y en graves condiciones, el clérigo
irlandés Francisco O'Dónnellan. La noche del 19 de
octubre fue el Santo a visitarlo y lo encontró en
las últimas, pero muy tranquilo. Aunque oprimido
por el mal, el enfermo se sintió grandemente
aliviado por la presencia de don Bosco, que le
preguntó:
-Y bien, >>no tienes ningún encargo que hacerme
para esta tierra?... >>Recibirías alguno que yo te
hiciese para el Paraíso?
-Estoy tranquilo, respondió el paciente. Para
este mundo no tengo encargo alguno. En cuanto al
otro, usted me dirá.
-Nosotros rezaremos por ti, a fin de que puedas
estar pronto en el Paraíso y allí le dirás a la
Virgen que nosotros la queremos mucho.
((**It17.505**)) Murió
la noche del día siguiente y fue enterrado por la
mañana del 22, día en el que se hizo también el
ejercicio de la buena muerte.
Pues bien, don Bosco tuvo la noche siguiente un
sueño que contó a sus hijos, expresándose en los
siguientes términos:
Fui a acostarme obsesionado con el pensamiento
de O'Dónnellan, de su tranquilidad, de la
esperanza de que iría al Paraíso, del deseo de
saber algo de él y, yendo de imaginación en
imaginación, mi mente se detuvo a considerar un
segundo individuo, de personalidad incierta,
confusa, desconocida, que se iba perfilando cada
vez con mayor claridad. Cuando estuve
completamente dormido, comencé a soñar: me pareció
caminar llevando a mi lado a O'Dónnellan, tan
bello que parecía un ángel, su sonrisa era de
paraíso y su persona resplandecía toda de luz. Yo
no me saciaba de contemplarlo. A mi izquierda,
caminaba un joven con la cabeza gacha, de forma
que no podía distinguir su fisonomía: parecía como
desesperado.
Yo entonces le dirigí la palabra:
->>Quién eres?, le pregunté.
Pero él no me contestó.
Volví a insistir y él permaneció en silencio,
como quien se obstina en no querer hablar.
Después de caminar largo rato, llegué ante un
palacio estupendo, cuyas puertas estaban abiertas
de par en par, distinguiéndose en el interior un
pórtico inmenso, recubierto, al parecer, por una
cúpula muy alta, de la cual descendían torrentes
de luz tan viva que no se podría comparar a la del
sol, ni a la producida por la electricidad, ni a
ninguna otra de este mundo. También los pórticos
resplandecían, pero la luz de éstos era un reflejo
de la que provenía de lo alto.
Una gran multitud de personas, todas
resplandecientes, estaban reunidas en el interior
del palacio y, en medio de ellas, había una Señora
vestida con mucha sencillez; cada punto de su
vestido brillaba con multitud de rayos que
destacaban de una manera muy notable entre todos
los demás resplandores.
Toda aquella asamblea parecía estar a la espera
de alguien. Entretanto, me di cuenta de que el
joven que me acompañaba buscaba siempre la manera
de esconderse detrás de mí.
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