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((**Es17.434**) al Oratorio, cuando tuvo un sueño en el que pudo ver la suerte diversa de dos de la casa. Yacía en la enfermería, y en graves condiciones, el clérigo irlandés Francisco O'Dónnellan. La noche del 19 de octubre fue el Santo a visitarlo y lo encontró en las últimas, pero muy tranquilo. Aunque oprimido por el mal, el enfermo se sintió grandemente aliviado por la presencia de don Bosco, que le preguntó: -Y bien, >>no tienes ningún encargo que hacerme para esta tierra?... >>Recibirías alguno que yo te hiciese para el Paraíso? -Estoy tranquilo, respondió el paciente. Para este mundo no tengo encargo alguno. En cuanto al otro, usted me dirá. -Nosotros rezaremos por ti, a fin de que puedas estar pronto en el Paraíso y allí le dirás a la Virgen que nosotros la queremos mucho. ((**It17.505**)) Murió la noche del día siguiente y fue enterrado por la mañana del 22, día en el que se hizo también el ejercicio de la buena muerte. Pues bien, don Bosco tuvo la noche siguiente un sueño que contó a sus hijos, expresándose en los siguientes términos: Fui a acostarme obsesionado con el pensamiento de O'Dónnellan, de su tranquilidad, de la esperanza de que iría al Paraíso, del deseo de saber algo de él y, yendo de imaginación en imaginación, mi mente se detuvo a considerar un segundo individuo, de personalidad incierta, confusa, desconocida, que se iba perfilando cada vez con mayor claridad. Cuando estuve completamente dormido, comencé a soñar: me pareció caminar llevando a mi lado a O'Dónnellan, tan bello que parecía un ángel, su sonrisa era de paraíso y su persona resplandecía toda de luz. Yo no me saciaba de contemplarlo. A mi izquierda, caminaba un joven con la cabeza gacha, de forma que no podía distinguir su fisonomía: parecía como desesperado. Yo entonces le dirigí la palabra: ->>Quién eres?, le pregunté. Pero él no me contestó. Volví a insistir y él permaneció en silencio, como quien se obstina en no querer hablar. Después de caminar largo rato, llegué ante un palacio estupendo, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, distinguiéndose en el interior un pórtico inmenso, recubierto, al parecer, por una cúpula muy alta, de la cual descendían torrentes de luz tan viva que no se podría comparar a la del sol, ni a la producida por la electricidad, ni a ninguna otra de este mundo. También los pórticos resplandecían, pero la luz de éstos era un reflejo de la que provenía de lo alto. Una gran multitud de personas, todas resplandecientes, estaban reunidas en el interior del palacio y, en medio de ellas, había una Señora vestida con mucha sencillez; cada punto de su vestido brillaba con multitud de rayos que destacaban de una manera muy notable entre todos los demás resplandores. Toda aquella asamblea parecía estar a la espera de alguien. Entretanto, me di cuenta de que el joven que me acompañaba buscaba siempre la manera de esconderse detrás de mí. (**Es17.434**))
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