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éxtasis, la Cooperadora se acercó y aquélla le
dijo algo que le causó gran consuelo. Hacía poco
que había muerto su padre, sin poder recibir los
sacramentos, por lo que lo mismo ella que su
madre, estaban angustiadas con la duda de su
eterna salvación. Pues bien, la vidente le dijo
que el alma de su padre no esperaba más que alguna
misa y alguna oración para ir al paraíso; que se
había salvado porque ella, su hija, había rezado
mucho por él y había hecho muchas obras buenas en
el momento de su muerte. Poco más o menos, había
hablado como antes lo había hecho don Bosco 1.
El día nueve de junio por la tarde, llegó una
visita de Francia totalmente inesperada. En la
portería del Oratorio había un Purpurado, de noble
presencia y luengas barbas, acompañado por un
sencillo familiar, que preguntaba con ansiedad al
portero si estaba don Bosco en casa. Al
responderle que sí, exclamó:
-íSoy feliz! Temía no encontrarlo.
Era el cardenal Lavigerie, arzobispo de Cartago
2. Estuvo cerca de una hora con don Bosco,
renovándole el ruego, que le había hecho en París,
de enviar algunos de los suyos para atender a los
italianos residentes en Africa. Después de visitar
las escuelas y los talleres, fue a la iglesia de
San Francisco de Sales, donde habló a los
aprendices, animándolos ((**It17.473**)) a
manifestarse siempre cristianos abiertos y
generosos en todas las circunstancias de su vida.
Cuando vio el retrato de monseñor Cagliero,
preguntó quién era aquel Obispo. Se le dijo todo y
se le recordó el 1871, cuando había pasado por el
Oratorio y se había cantado en su presencia un
himno en honor de Pío IX.
-íAh! dijo, >>es el autor de aquel himno? Lo
recuerdo muy bien.
En efecto, recitó los primeros versos y hasta
cantó la melodía de A Roma, fieles... 3. Al dejar
el Oratorio, prosiguió hacia Roma adonde se
dirigía.
Otro distinguido Prelado visitó, tres días
después, a don Bosco; era monseñor Juan Marang_,
arzobispo de Atenas y Delegado Apostólico en
Grecia para los católicos orientales. También éste
tuvo con él un largo coloquio.
Finalizadas, con sus correspondientes
consecuencias, las fiestas en honor de la Madre
del Cielo, los corazones se anticipaban presurosos
con el deseo a las del querido Padre de la tierra;
se había introducido la costumbre de que don
Miguel Rúa avisase del acontecimiento a los
1 Véase más atrás, pág. 341. El hecho, que aquí
se narra, se encuentra en una relación a la señora
E. Lallemand de Montauban, 7 de junio de 1885.
2 Véase vol. XVI, pág. 216.
3 Carta de don José Lazzero a monseñor
Cagliero, Turín, 11 de junio de 1885.
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