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-Pero >>los jóvenes que el demonio se quería
llevar consigo, son los que no se confiesan?
-No, respondió el Santo. Son especialmente los
que se confiesan mal, los que cometen sacrilegios
en las confesiones. No lo olvides: cuando
prediques, especialmente a la juventud, insiste
mucho sobre la necesidad de hacer buenas
confesiones y especialmente sobre la contrición.
La causa principal de los lamentados
inconvenientes en el oratorio de San León parece
que se puede deducir suficientemente de una
observación, que hizo don Bosco el día dieciséis
del siguiente mes de septiembre ante el Capítulo
Superior. Tratábase de la admisión de algunos
franceses a los votos, y dijo lo siguiente:
-En Francia, es necesario facilitar la entrada
en la Congregación a nuestros jóvenes,
imponiéndoles la sotana hasta en el tercer curso
de bachillerato, cuando son buenos. Necesitamos
sustituir y echar de casa a toda esa basura o
escoria, que hemos tenido que emplear por
necesidad en las escuelas. Estos jovencitos harán
un gran bien.
La estancia de casi quince días hacía que don
Bosco ((**It17.450**)) fuese
ya considerado como uno de casa, que no tuviera
que marcharse; pero se impuso la realidad cuando,
la tarde del día diecinueve, se vieron los
preparativos para la salida. Una indescriptible
melancolía pesaba sobre hermanos y muchachos.
Durante las primeras horas del día veinte, hubo
escenas conmovedoras. Unos lloraban, otros daban
vueltas en torno a su habitación, otros se
acercaban a él pidiendo una palabra, un recuerdo,
una bendición. Pronto empezó a llegar la gente. Un
ruido confuso llenaba el oratorio. A eso de las
once, bendijo a los Salesianos reunidos en un
salón y les dio como recuerdo: íAcordaos de que
sois hermanos!
Bendijo a los jóvenes arrodillados en el patio.
Don Pablo Albera lloraba como un niño.
Se despidió de la casa de Marsella y, a la una,
estaba en Tolón. Al anochecer, Viglietti, que
acababa de despachar la quincuagésima carta,
escribía otra por su cuenta a Lemoyne,
comunicándole el deseo de don Bosco de que
escribiese una carta en su nombre, para leérsela a
los jóvenes, porque nadie mejor que él sabía
interpretar sus sentimientos hacia ellos.
<>. Don
Juan Bautista Lemoyne cumplió el encargo como él
sabía hacerlo, de suerte que nadie sospechó que
don
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