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((**Es17.388**) -Pero >>los jóvenes que el demonio se quería llevar consigo, son los que no se confiesan? -No, respondió el Santo. Son especialmente los que se confiesan mal, los que cometen sacrilegios en las confesiones. No lo olvides: cuando prediques, especialmente a la juventud, insiste mucho sobre la necesidad de hacer buenas confesiones y especialmente sobre la contrición. La causa principal de los lamentados inconvenientes en el oratorio de San León parece que se puede deducir suficientemente de una observación, que hizo don Bosco el día dieciséis del siguiente mes de septiembre ante el Capítulo Superior. Tratábase de la admisión de algunos franceses a los votos, y dijo lo siguiente: -En Francia, es necesario facilitar la entrada en la Congregación a nuestros jóvenes, imponiéndoles la sotana hasta en el tercer curso de bachillerato, cuando son buenos. Necesitamos sustituir y echar de casa a toda esa basura o escoria, que hemos tenido que emplear por necesidad en las escuelas. Estos jovencitos harán un gran bien. La estancia de casi quince días hacía que don Bosco ((**It17.450**)) fuese ya considerado como uno de casa, que no tuviera que marcharse; pero se impuso la realidad cuando, la tarde del día diecinueve, se vieron los preparativos para la salida. Una indescriptible melancolía pesaba sobre hermanos y muchachos. Durante las primeras horas del día veinte, hubo escenas conmovedoras. Unos lloraban, otros daban vueltas en torno a su habitación, otros se acercaban a él pidiendo una palabra, un recuerdo, una bendición. Pronto empezó a llegar la gente. Un ruido confuso llenaba el oratorio. A eso de las once, bendijo a los Salesianos reunidos en un salón y les dio como recuerdo: íAcordaos de que sois hermanos! Bendijo a los jóvenes arrodillados en el patio. Don Pablo Albera lloraba como un niño. Se despidió de la casa de Marsella y, a la una, estaba en Tolón. Al anochecer, Viglietti, que acababa de despachar la quincuagésima carta, escribía otra por su cuenta a Lemoyne, comunicándole el deseo de don Bosco de que escribiese una carta en su nombre, para leérsela a los jóvenes, porque nadie mejor que él sabía interpretar sus sentimientos hacia ellos. <>. Don Juan Bautista Lemoyne cumplió el encargo como él sabía hacerlo, de suerte que nadie sospechó que don (**Es17.388**))
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