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lo que es peor, se mofaba también de la religión.
Llevaba haciéndolo varios años con gran disgusto
de los familiares. Aún no habían transcurrido
cuatro días después de la recomendación, cuando
volvieron a decirle que, después de su bendición,
aquel descarriado había sentado la cabeza y había
ido espontáneamente a confesarse.
El domingo día veintiocho, don Bosco celebró la
misa en la capillita de las Hijas de María
Auxiliadora; se la ayudó un muchacho de once años,
hijo del ingeniero Levrot, muy amigo de nuestro
Santo. Había asistido a ella un grupo de amigos
íntimos y, entre ellos, el padre del monaguillo.
Todos aguardaron después al celebrante, con quien
hicieron tertulia en un saloncito contiguo. Don
Bosco, sentado en un sillón de brazos, preguntaba,
escuchaba y contestaba. De repente volvió la
cabeza a uno y otro lado, como si buscase a
alguien. Levrot le preguntó qué deseaba. El calló.
Pero repitió el gesto otras dos veces. A la
tercera, interpelado de nuevo por el mismo,
preguntó don Bosco:
->>Y dónde está León?
León era el nombre de su hijo, que se
encontraba en el patio con sus hermanos y otros
muchachos. Le llamaron en seguida. ((**It17.426**)) Algo
tímido se presentó al Santo, el cual, sin decir
nada, lo hizo sentar a su derecha sobre un
taburete, poniéndole la mano largo tiempo sobre la
cabeza y sobre el hombro. Por último, al despedir
a los presentes, repartió un recuerdo a cada uno;
a Leoncito le dio una crucecita hecha con palma
diciendo:
-Esta es para mi monaguillo.
Pero empleó la frase enfant de choeur, que el
niño interpretó como enfant de coeur. Al oír la
supuesta afectuosa expresión, éste se envaneció un
instante, pero después ya no pensó en ella; es
más, la olvidó completamente. Pero volvió a
recordarla en el invierno de 1892, cuando un
violento ataque de gripe y una obstinada
hemorragia lo extenuaron de tal modo que se le
prohibió todo esfuerzo y hasta cualquier lectura.
Entonces fue cuando, de improviso, viniéronle a la
memoria las palabras de don Bosco, interpretadas
en su justo sentido y acompañadas por una
resonancia interior, con la fuerza de una llamada
y el valor de una previsión, por lo cual le
pareció descubrir en ellas trazado su camino con
seguridad. Esta fue la vocación del Salesiano don
León Levrot y también la eficacia de una palabrita
de don Bosco.
Aunque, por estar muy avanzada la estación
primaveral, muchos forasteros habían vuelto ya a
sus ciudades, seguía la afluencia de visitantes
distinguidos, pues los había que llegaban de lejos
y esperaban
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