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Al salir de la habitación de don Bosco, llevaban
la alegría pintada en el rostro.
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Le visitaron entre otros la madrastra del
Príncipe Czartoryski y el señor Harmel.
Hacia las cinco de la tarde llegó toda una
familia de Cannes, compuesta por siete u ocho
personas. Llevaban una niña maltrecha, tullida y
jorobada y suplicaban una bendición para ella.
Cuando don Bosco terminó de pronunciar la fórmula,
todos rompieron a llorar y decían entre sollozos
que la muchacha estaba curada. En efecto, se
marchó con sus parientes, sin apoyo de nadie y
plenamente enderezada. Don Bosco se quejaba de
estas curaciones repentinas, y decía que se
alegraba cuando la gracia venía después de un
triduo o una novena.
Este año no abundaban las limosnas; veíase,
como siempre, el buen corazón y no faltaba la
generosidad, pero ésta era relativa, porque
escaseaba el dinero con motivo de la crisis
económica. Así hubo un señor que, después de
ayudar la misa a don Bosco el día veintiséis, se
excusó porque aquella vez, debido a la escasez de
la cosecha, tenía que reducir a sólo trescientos
francos su contribución anual. Años atrás no le
llevaba menos de mil, que representaban el diez
por ciento de sus entradas, como había prometido
unos años antes por una gracia recibida: se
encontraba don Bosco en La Navarre; aquel señor
había llevado allí, con dificultad, a su mujer ya
desahuciada por los médicos ((**It17.425**)) y
quedó instantáneamente curada, al darle don Bosco
la bendición. Fiel al voto hecho, hubiera querido
también estar siempre en condiciones de ayudar con
largueza al Hombre de Dios.
Dicha señora fue al día siguiente con el marido
para recomendar a su madre que, por todos los
indicios, estaba ya con un pie en la sepultura.
Don Bosco les dio la bendición llevando el
pensamiento también a la enferma; pues bien, antes
de anochecer, un telegrama les anunciaba la
curación, efectuada, como después se averiguó, en
el preciso instante en que don Bosco daba la
bendición.
Su oración benefició también a otro ausente. Un
señor de Niza padecía de insomnio hacía unos meses
y estaba sumido en la más desconsoladora
desesperación. A petición de sus parientes, don
Bosco celebró por él la misa del día treinta. Y,
aquel mismo día, el enfermo durmió cuatro horas
seguidas.
No podemos pasar por alto algunas gracias
espirituales. Fue recomendado al Santo un joven,
que se burlaba de él y de los Salesianos y,
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