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proyecto para que se destine a refectorio del
Capítulo la última habitación del primer piso
próxima a la iglesia de San Francisco, cuyas
ventanas dan a la terraza.
El Capítulo aprueba la propuesta, pero vacila
en realizarla, pues sería éste un nuevo paso que
alejaría totalmente al padre de sus hijos. La vida
del Rector Mayor de los Salesianos debe agotarse
en medio de sus hijos, y es necesario que todos,
hasta donde sea posible, tengan la oportunidad de
acercarse a él y hablarle.
Fue preciso hacer caso omiso de todas las
dificultades alegadas, cuando don Bosco ya no
podía sin gran fatiga subir y bajar las escaleras
para sentarse a la mesa con la comunidad; lo cual
sucedió al poco tiempo. Entonces se convirtió en
refectorio del Capítulo ((**It17.382**))
Superior la antesala de la biblioteca, es decir,
donde hoy está situado el despacho inspectorial.
En una conversación familiar del día quince de
diciembre, don Bosco narró dos episodios de
carácter opuesto, para sacar de ellos una sola e
idéntica moraleja. Aquel día le había visitado,
entre otras personas, una mujercita, que, a
primera vista, parecía ir en busca de limosna;
tanto es así que, después de presentarse varias
veces, nunca había logrado llegar hasta don Bosco.
También aquella mañana iba a sucederle lo mismo,
cuando el Santo, que oyó hablar algo agitadamente
en la antesala se asomó a la puerta y vio que el
secretario quería rechazar a la visitante. Pasó
ésta y le pareció entrar en el paraíso, pues quedó
como encantada. La invitó don Bosco cortésmente a
sentarse, pero ella se echó primero atrás,
juzgándose indigna de sentarse en la habitación de
don Bosco. Después comenzó a decir:
-Por tres veces he intentado llegar hasta
usted, pero siempre inútilmente. Finalmente aquí
me tiene, y casi con trampa, porque yo levanté la
voz adrede. He venido para molestar a don Bosco.
Sólo deseo que me prometa rezar por esta y otra
intención mía. Tome esta limosna; pero no quiero
dársela con ninguna obligación.
Y, al decir esto, le entregó un billete de mil
liras.
Don Bosco quedó admirado y le habló del bien
que ella hacía con su caridad; le expuso las
necesidades del Oratorio, le explicó el mérito que
adquiría ante Dios, siguiendo su inspiración de
emplear en vida para obras buenas el fruto de sus
ahorros. La mujer, colmada de alegría y consuelo,
exclamó:
-íOh, si yo tuviese aquí cien mil liras! Se las
daría de buena gana.
íPero no se preocupe; déjelo a mi cargo! Ya lo
pensaré. No tengo familia, no tengo herederos y me
queda algún ahorro. Si me lo permite, volveré otra
vez a molestarle.
Narrado este hecho, contó otro que era el revés
de la medalla. Un quídam, ricamente vestido y a
quien recibió como a un gran señor, se
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