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Pareció preferible la segunda solución. En el mes
de noviembre quedó todo preparado para recibir en
el nuevo edificio a sus moradores. A lo largo de
la avenida del Rey, no se levantaban todavía a la
sombra de los plátanos los grandes edificios, que
entonces empezaron a formar el paseo de Víctor
Manuel II; así que resaltaban la iglesia y la casa
de San Juan y formaban un conjunto de edificios
urbanos de elegante aspecto. Pasó un día por
delante el rey Humberto 1, camino de la
Exposición, admiró la novedad y, volviéndose al
alcalde, preguntó:
->>De quién es esta casa?
-Es uno de los hospicios de don Bosco, contestó
el conde de Sambuy.
-íDon Bosco!, exclamó el Soberano. Todos hablan
de él y yo no he podido verlo nunca.
El ambiente parecía demasiado suntuoso para la
condición de los huéspedes, a quienes les pareció
pasar de una rústica vivienda a un palacio. Su
presencia se aprovechó para el servicio del culto
de la hermosa iglesia, la asistencia de los
muchachos y la catequesis del oratorio festivo.
Don Bosco, por su lado, se alegraba de tener cerca
una obra, que tanto le había costado y de la que
tanto fruto esperaba; por eso, durante el primer
año escolar, iba por allí con cierta frecuencia,
observaba cómo se arreglaban las cosas y bajaba a
veces a visitar la cocina; y, cuando tenía que
pasar algún lapso de tiempo notable sin poder ir,
mandaba llamar al director, don Felipe Rinaldi,
para informarse de todo y darle normas.
Una de éstas fue que cada miércoles o jueves
diese el Director a los Hijos de María una
conferencia familiar, enseñándoles, por ejemplo, a
dar clase de catecismo y, en general, supliendo
todo lo que no podía decir en los sermones; en una
palabra, que les hablase de todo lo que le
pareciere mejor. <((**It17.346**))
olvidar, pues enseñó la experiencia que es muy
útil>>, anota don Felipe Rinaldi en un cuadernito.
Otra norma anotada en él, se refería a las
admisiones.
-Hay que poner como principio, le dijo el
Santo, que la pensión no cuesta nada, si los
informes son buenos. Tómese lo que se pueda.
En octubre de 1885 fue a su casa el joven
Zanella y el prefecto le escribió que no volviera
si no pagaba su deuda. El escribió entonces a don
Bosco, el cual le hizo contestar que, en San Juan
Evangelista nunca se expulsaba a ninguno por el
único motivo de no poder pagar. Zanella volvió,
llegó a ser clérigo salesiano y, obtenido el
permiso para marchar a América, dejó allí óptimo
recuerdo de su celo.
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