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y divisiones de los misioneros y el acercarse o
alejarse de ellos a aquellos pueblos llamados a la
fe y a la conversión.
Lo repito: veía en un solo punto el presente,
el pasado y el futuro de aquellas misiones, con
todas sus fases, peligros, éxitos, contrariedades
y desengaños momentáneos que acompañaban a este
apostolado. Entonces lo comprendía claramente
todo, pero ahora es imposible deshacer esta
intriga de hechos, de ideas, de personajes. Sería
como quien quisiese condensar en un solo capítulo
y reducir a un solo hecho y a una unidad el
espectáculo del firmamento, describiendo el
movimiento, el esplendor, las propiedades de todos
los astros con sus relaciones y leyes particulares
y recíprocas; mientras que un solo astro
proporcionaría materia suficiente para ocupar la
atención estudiosa de la mente mejor dotada. Y he
de hacer notar que aquí se trata de cosas que no
tienen relación con los objetos materiales.
Reanudemos, pues, el relato: dije que quedé
maravillado al ver desaparecer tan inmensa
multitud. Monseñor Cagliero estaba en aquel
momento a mi lado. Algunos misioneros permanecían
a cierta distancia. Otros estaban a mi alrededor,
en compañía de un buen número de Cooperadores
Salesianos, entre los cuales distinguí a Monseñor
Espinosa, al Doctor Torrero, al Doctor Carranza y
al Vicario General de Chile 1.
Entonces el intérprete de siempre vino hacia
mí, mientras yo hablaba con monseñor Cagliero y
con muchos otros intentando aclarar si aquel hecho
encerraba algún significado. De la manera más
cortés, el intérprete me dijo:
-Escucha y verás.
Y he aquí que, al instante, aquella extensa
llanura se convirtió en un gran salón. Yo no sería
capaz de describir su magnificencia y riqueza.
Solamente diré que si alguien intentase dar una
idea de ella y lo consiguiese, ningún hombre
podría soportar su esplendor ni aun con la
imaginación. Su amplitud era tal que no se podía
abarcar con la vista, ni se podían ver sus muros
laterales. Su altura era inconmensurable. Su
bóveda terminaba en arcos altísimos, amplios y
resplandecientes en sumo grado, sin que se
distinguiese el lugar sobre el que se apoyaban. No
existían pilastras ni columnas. En general,
parecía que la cúpula de aquella gran sala fuese
de candidísimo lino a guisa de tapiz. Lo mismo
habría que decir del pavimento. No había luces, ni
sol, ni luna, ni estrellas, pero sí un resplandor
general que se difundía igualmente por todas
partes.
La misma blancura del lino resplandecía y hacía
visible y amena cada una de las partes del salón,
su ornamentación, las ventanas, la entrada, la
salida. Se sentía en todo el ambiente una suave
fragancia mezclada con los más gratos olores.
((**It17.303**)) Un
fenómeno se produjo en aquel momento. Una serie de
pequeñas mesas formaban una sola de longitud
extraordinaria. Las había dispuestas en todas las
direcciones y todas convergían en un único centro.
Estaban cubiertas de elegantísimos manteles y,
sobre ellas, se veían colocados hermosísimos
floreros con multiformes y variadas flores.
La primera cosa que notó monseñor Cagliero fue:
-Las mesas están aquí, pero >>y los manjares?
En efecto, no había preparada comida alguna, ni
bebida de ninguna especie, ni había tampoco
platos, ni copas, ni recipientes en los cuales se
pudiesen colocar los manjares.
1 Tal vez quería decir monseñor Domingo Cruz,
Vicario Capitular de la diócesis de Concepción.
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