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maravillado, lo declaró próximo a la convalecencia
y, a los pocos días, lo encontró perfectamente
sano.
((**It17.248**)) Al
concurrir de una manera tan grandiosa a la
Exposición, don Bosco esperaba sacar dos ventajas
de orden religioso y moral, a saber: demostrar que
el clero apreciaba las artes y su progreso y dar
un buen ejemplo con la santificación de los días
festivos. Por esta obediencia al precepto de la
Iglesia, los diarios de la oposición pasaron
tragos amargos, aunque, por un acuerdo más o menos
tácito, para no perjudicar la Exposición, evitaron
levantar el grito en contra. El Fischietto, por
ejemplo, que, en otros tiempos, no hubiera tenido
pelos en la lengua, con cierta sutil malicia
imaginaba una pregunta y respuesta entre un
visitante y uno de la Comisión. Decía el primero:
->>Cómo se explica que las máquinas de don
Bosco están paradas, y todas las demás están en
movimiento? >>No forma parte de la galería del
trabajo su exposición:
-Sin duda, contestaba el otro. Pero, mire
usted, hoy es domingo;
en la galería del trabajo don Bosco representa el
descanso festivo.
-íDichoso quien tiene rentas como para poder
hacerlo!, exclamaba el visitante.
No se crea que a don Bosco le fue fácil que
aceptasen esta condición. Pero, por un lado, se
mantuvo firme en repetir que no quería profanar
los días del Señor y, por otro, la Comisión
ejecutiva estaba muy interesada en no dejarse
escapar la espléndida máquina, y así ésta cedió y
él se salió con la suya.
También tropezó don Bosco en la Exposición con
los protestantes.
Repartían éstos a la puerta de entrada unos
folletos, con las direcciones de sus
correligionarios en Turín, Caserta, Civitavecchia,
Florencia, Génova, Livorno, Nápoles, Roma, Tívoli
y, al mismo tiempo, despachaban opúsculos y libros
de propaganda. Nos interesan particularmente un
opúsculo y un libro.
El opúsculo se titulaba: Carta respetuosa de G.
P. Meille, pastor de la iglesia evangélica
valdense, a Su Eminencia Reverendísima el Cardenal
Alimonda, Arzobispo de Turín. El ((**It17.249**)) pastor
evangélico se aprovechaba de un caso recientemente
ocurrido en la ciudad. Un falso doctor, Augusto de
los Barones de Meyer, oriundo de Ginebra, había
abjurado junto con su esposa de los propios
errores ante Su Eminencia, en presencia de más de
cien sacerdotes, en la iglesia del palacio
episcopal. Ahora revelaba el señor Meille que se
trataba de un tal César Augusto Bufacchi, de Roma,
que había apostatado ya tres veces y otras tres
había abjurado para mofarse de la generosidad de
los católicos engañándolos. La indigna estafa
servía al valdense para demostrar
(**Es17.218**))
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