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El día treinta de junio hubo un joven de
dieciséis años, llamado Marciano Bertotti, natural
de Tortona, el cual fue a limpiar el largo y ancho
foso existente bajo la máquina de papel; cansado
de trabajar, descansó un instante, mirando hacia
el centro de la galería. Distraído como estaba,
apoyó la mano derecha sobre un gran cilindro en
movimiento. Lo hizo sin darse cuenta y, al
advertir el peligro, ya no tuvo tiempo para
apartar la mano, pues al girar el cilindro se la
llevó bajo un segundo cilindro. Entre uno y otro
apenas podía pasar una hoja de papel. La pobre
mano, aplastada entre aquellas dos potentes moles
de hierro, quedo destrozada y en un santiamén
desollada y machacada; ((**It17.247**)) iba el
brazo a seguir la misma suerte, cuando la manga de
la camisa del brazo izquierdo, con el que el joven
había intentado ayudar el derecho, era asida y
arrastrada por las dos mismas mordazas. El
muchacho tuvo tanta serenidad como para no gritar
y espantar a la gente; pero, por el excesivo
dolor, lanzó un profundo suspiro. Esto bastó para
llamar la atención del maquinista, hombre
práctico, que providencialmente se encontraba en
aquel momento junto al lugar del peligro. Con
mucha destreza quitó la correa, que ponía en
movimiento los dos cilindros, y éstos pararon al
instante. Llevaron al muchacho al puesto de
socorro urgentemente y, al verlo en graves
condiciones, condujéronle en un coche al hospital
de San Juan, donde le aplicaron rápidamente las
curas del caso. Gracias al Cielo, en pocos días
desaparecieron los síntomas alarmantes, de suerte
que volvió al Oratorio, y, al cabo de un mes,
estaba perfectamente curado.
La segunda desgracia le tocó el día tres de
julio a Egidio Franzioni, de Milán, que tenía unos
quince años. Atendía a la guillotina de papel.
Aquel día el fieltro no funcionaba bien y no
lanzaba al sitio exacto las hojas cortadas. El
muchacho alargó el brazo y quiso agarrar las
hojas, que no bajaban como tenía que ser; pero no
acertó a hacerlo en el momento justo y la cuchilla
le llevó el índice de la mano derecha. El recuerdo
de la desgracia, ocurrida tres días antes a su
compañero, hizo que tampoco él gritase para
desahogar el dolor, sino que dio unos golpes con
los pies contra el suelo y corrió a la asistencia
médica, donde le vendaron la mano y le llevaron al
Oratorio. A las pocas semanas tampoco él tenía mal
alguno, salvo la pérdida del dedo. Era hijo de una
actriz y, antes de abrirse la exposición, había
recibido una señalada gracia. A punto de morir por
una fiebre tifoidea, se había confesado y
preparado con mucha devoción para recibir la
Unción de los enfermos, porque, como declaró
después, temía mucho morir. En cambio, tras
recibir el último sacramento, empezó a mejorar de
tal manera que, al día siguiente, el médico,
sumamente
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