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conocidas y narradas por los biógrafos. El hijo
del doctor Albertotti, médico también, queriendo
probar su energía, le rogó que le apretara la
mano. Don Bosco se la apretó.
-Más fuerte..., más fuerte todavía..., le dijo
el médico.
-íMire que le haré sangrar!, repuso el enfermo.
-No importa, apriete.
-íAy, caramba, qué fuerza tiene!, gritó
entonces el médico.
Al atardecer, volvió con el dinamómetro para
medirle la fuerza.
Lo apretó él mismo con toda la energía de su mano
derecha; y el aparato señaló cuarenta y cinco
grados. Lo tomó después don Joaquín Berto y
alcanzó los cuarenta con la derecha y los cuarenta
y cinco con la izquierda. Don Bosco llegó a los
sesenta. Era el máximo. Sin embargo, dijo que
había apretado con moderación por miedo a romper
el instrumento.
Quiso ir a San Benigno como había pensado. El
tres de octubre por la mañana, estaban los
Superiores celebrando allí sesión capitular bajo
la presidencia de don Miguel Rúa, cuando a las
once y media llegó un telegrama de Turín
anunciando que don Bosco, algo mejorado, se
encaminaba a la estación para ir a San Benigno. Al
momento suspendieron la sesión para salir a su
encuentro. Escribe Lemoyne en las actas: <>. Caminaba con
su bastoncito. Dejó oír aquella su voz, que
sacudía las almas y las consolaba. Don Juan
Bautista Francesia expresó la alegría de todos en
doce estrofas de seis versos endecasílabos, que
empezaban y terminaban así:
íOh, buen Padre Don Bosco, qué
alegría
nos dio el poderle ver en este
día!:
Presente aquí, con su bastón en
mano,
cuando temimos verlo tan lejano...
Lejano, enfermo, inmóvil en la
cama...
íQué gozo ver al Padre que nos ama!
((**It17.206**))
Después de su salida de Valsálice, el Capítulo
Superior, presidido por don Miguel Rúa, reunióse
allí otras cinco veces, del día dieciocho al
veinte de septiembre, y dedicó tres sesiones al
tema de los dos Directores, para así darse cuenta
de las eventuales dificultades y peligros y para
acordar un modus vivendi que pudiera ofrecer
alguna seguridad de éxito. Todos los Superiores,
salvo don Juan Cagliero, creador y defensor de la
innovación, la aceptaban de mala gana. Don Miguel
Rúa, que, desde el principio, había puesto sus
objeciones, la aceptaba, mas no por una íntima
convicción de que fuese aquél el mejor camino,
sino únicamente por su innata docilidad al querer
de
(**Es17.182**))
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