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entrar, viéndose rodeado improvisamente de algunos
de los suyos que permanecían a poca distancia,
pero a los que no podía reconocer porque estaban
envueltos en una densa niebla. Al acercarse a
ellos para intentar identificarlos, pudo comprobar
que éstos se esforzaban por no ser reconocidos;
pero, habiéndolos llamado, consiguió verlos de
cerca. Tenían el pecho descubierto y en el lado
del corazón llevaban una mancha en forma de tumor
pestilente sobre el cual se descubrían tres
colores: negro, rojo intenso y amarillo.
Habiéndose despertado por la impresión, hacía
todo lo posible para desechar aquellas imágenes,
pero todo era inútil, pues aquellas desagradables
figuras volvían a aparecer delante de él mientras
permanecía sentado en el lecho. Pudo notar
entonces que la niebla era aún más densa en torno
a la cabeza, de manera que a duras penas se podían
leer ciertas palabras escritas sobre la frente de
aquellos infelices, pues las letras aparecían,
además, al revés.
Entonces se levantó y escribió los nombres de
todos los jóvenes que vio en el sueño. De su
manera de expresarse, se podía colegir que se
dieron ciertas circunstancias en el sueño que no
habría sido oportuno ponerlas de manifiesto.
La estancia en Valsálice no fue para él de
larga duración. Una tarde, al volver con el
clérigo Viglietti de visitar a cierta familia, que
veraneaba en las cercanías, manifestó que sentía
dolor en la pierna izquierda. Esta se le hinchó
mucho por la noche: era erisipela. El día catorce
fue a verle en Valsálice el doctor Fissore, quien,
después de examinarlo, le sugirió, como único
remedio, que guardara cama para que la pierna
descansase. Entonces volvió al Oratorio e hizo lo
que el médico había ordenado. El mal se agravaba
cada día. Se le presentó una fiebre continua con
respiración afanosa y una extraordinaria hinchazón
junto al corazón; por causa desconocida se le
había levantado una costilla. Además, residuos
miliares le causaban fuerte escozor en todo el
cuerpo. A pesar de esto, como el día veintisiete
se clausuraban los ejercicios en San Benigno, dio
esperanzas de ir a tomar parte en la función, si
de allí lo suplicasen.
No guardaba cama todo el día; ordinariamente se
levantaba a primeras horas de la tarde y estaba
sentado hasta el anochecer, en la habitación o en
la galería. Un día fue a verle el cardenal
Alimonda. Después volvió a celebrar la misa,
haciendo patente a veces un encendido fervor. Una
mañana, ((**It17.205**)) se la
ayudó don Francisco Cerruti y fue testigo de que,
tres o cuatro veces, rompió a llorar con lágrimas
y sollozos incontenibles.
Son también de este tiempo dos demostraciones
de fuerza muy
(**Es17.181**))
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