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que hubieran podido acarrear trágicas
consecuencias, mas, por fortuna, todo acabó en
nada. Un aprendiz de cajista, ya avanzada la tarde
y estando ausentes el asistente y el jefe del
taller, se puso a jugar con un compañero y fue a
esconderse en el hueco del montacargas, que subía
desde los subterráneos hasta su taller. Creído de
que la plataforma de la máquina se hallaba a nivel
del pavimento, se lanzó sobre ella; pero, como la
máquina estaba en la planta inferior de la
imprenta, cayó cabeza abajo en el hueco desde una
altura de siete metros y fue a dar con la cabeza
contra el hierro de la tapa. Los que acudieron, al
oír el ruido, lo encontraron inmóvil, como muerto;
subiéronle a la enfermería donde recobró los
sentidos y no le quedó más que la señal del golpe
y un ligero desvanecimiento, que desapareció
pronto.
No fue menos peligroso el caso de un aprendiz
de sastre. Mientras daba vueltas con otros tres
compañeros al paso volante, el árbol que sostenía
las cuerdas se rompió ((**It17.196**)) por su
base, cayó sobre él y lo dejó tendido en el suelo
con el ímpetu de su peso. El poste más el peso de
las abrazaderas de hierro, que lo coronaban,
hubiera podido matarlo; en cambio, apenas si le
hizo daño en una pierna. Los aprendices
consideraron aquellos dos sucesos como gracias
señaladas, que atribuyeron a María Auxiliadora.
Don Bosco, firme en su propósito de dar al
Oratorio una reorganización satisfactoria, volvió
al mismo tema, en septiembre, cuando el Capítulo
Superior tenía sus sesiones para destinar el
personal de las casas. Así, el día doce, hizo dos
observaciones sobre la manera de conservar la
moralidad y el orden en la Casa Madre y en las
demás.
-Trátese, dijo, de apartar de nuestros alumnos
todo libro prohibido, aun cuando esté prescrito
por los programas escolares y mucho menos se
pongan a la venta tales libros. Cuando yo escribía
la Historia de Italia, expuse brevemente la
biografía de Alfieri y cité algún trozo de autores
prohibidos. Pero el célebre profesor Amadeo
Peyron, que examinó el manuscrito, me reprendió
diciendo: -No cite jamás autores prohibidos,
porque, al citarlos, pone en los jóvenes las ganas
de leerlos; déjelos en el olvido. Así tenemos que
hacerlo nosotros; no introducir, no citar, no
nombrar a los autores prohibidos. Sólo pueden
exceptuarse los que tienen que presentarse a
exámenes públicos; pero, aun en estos caso,
empléense ediciones expurgadas. Sin embargo, los
autores prohibidos y expurgados no se pongan en
manos de los muchachos de cursos inferiores.
Porque esto despertaría en ellos la fatal
curiosidad de averiguar y comparar las
correcciones con el original. Por tanto, téngase
precaución al hablar de ellos; por ejemplo, si se
quiere exponer algún trozo de historia literaria,
evítese hacerlo, si no
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