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que no tiene vocación, hace estragos entre ellos a
diestro y siniestro, porque estos tales son
individuos de la peor calaña.
Dominado por todos estos pensamientos, tuvo el
Santo un sueño en el mes de julio. Le pareció
encontrarse ante un inmenso y suave collado
espléndidamente iluminado por una luz más pura y
más viva que la del sol, totalmente cubierto de
verde hierba, esmaltada de flores variadísimas, y
sombreado por muchos árboles, cuyas ramas se
entrelazaban entre sí y se extendían a manera de
arcos. Se habría dicho que era un verdadero
paraíso terrenal. Pero, más que el jardín
encantado, llamaron su atención dos hermosas
jovencitas, como de doce años, sentadas en la
orilla de la cuesta, junto al caminito donde él
estaba. Una celestial modestia emanaba de sus
rostros y de todo su porte. De sus ojos, siempre
fijos en el cielo, se trasparentaba una ingenua
sencillez de paloma y un gozo de sobrehumana
felicidad. El garbo de sus ademanes daba a las dos
un aire de nobleza, que contrastaba con su
juventud. Una túnica blanquísima llegaba hasta sus
pies. Ceñía su cintura una faja de púrpura con
bordados de oro, sobre la cual destacaba un adorno
a manera de cinta entretejida con azucenas,
violetas y rosas. Llevaban al cuello un aderezo a
manera de collar. Cercaban sus muñecas dos
hacecillos de cuentecillas blancas como
brazaletes. Su calzado era blanco, bordado con una
cinta veteada de oro.
La cabellera larga sujeta con una corona que ceñía
su frente, caía flotando, ensortijada sobre las
espaldas. Las dos doncellas mantenían entre sí un
dialogo, hablando, preguntando, exclamando, ora
sentadas las dos, ora una sentada y la otra de
pie, ora moviéndose arriba y abajo a paso lento.
Don Bosco, espectador silencioso, escuchaba la
conversación, que duró largo rato, sin dar
indicios de que advirtieran su presencia. Al fin,
volvieron las espaldas y subían la cuesta,
caminando sobre las flores sin aplastarlas
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cantando un himno angelical, al que respondieron
grupos de espíritus celestiales, que les salieron
al encuentro. A los primeros se iban añadiendo
unos tras otros sin interrupción y elevaban juntos
un himno inmenso y muy armonioso, acabado el cual,
se elevaron poco a poco a las alturas todos juntos
y desaparecieron con toda la visión.
En aquel momento se despertó don Bosco. Durante
los días siguientes expuso a don Juan Bautista
Lemoyne en resumen lo que había visto,
refiriéndole solamente el sentido muy genérico de
las cosas que había oído, que eran alabanzas de la
pureza, medios para conservarla y premios que le
aguardan en este mundo y en el otro; después le
dijo que se sirviese de ello como de un esbozo
para desarrollarlo libremente. El secretario
cumplió la orden, pero no pudo leerle
(**Es17.172**))
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