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-Se lo confieso, don Bosco; nunca la practiqué;
más aún, ni creía en la confesión.
-Pues bien, dígame que, a partir de hoy, la
practicará; y prométame que la primera vez que nos
encontremos en Marsella o en cualquier otra parte,
me podrá dar la mano y decirme: He cumplido mi
promesa.
-Sí, contestó, se lo prometo; es más, añado que
tan pronto como llegue a casa, me confesaré y se
lo comunicaré a usted; y esto será dentro de pocos
días. Mi palabra de honor... Don Bosco, si todos
los sacerdotes fuesen como usted, todos se
someterían fácilmente a la práctica de la
religión.
Y don Bosco corrigió:
-Si todos se acercaran al sacerdote como usted
ahora, nunca habría ninguno descontento de
nosotros.
-Aquel señor, concluyó don Bosco su narración,
es el abogado Blanchard, noble caballero y de
óptimo corazón. Estoy seguro de que mantendrá la
palabra.
Siguiendo la conversación, repitió el Santo
algo que ya había dicho y redicho infinidad de
veces.
-Vienen a verme personas de lejanos países,
llenas de aprecio y entusiasmo por mí, como si
hubiese en don Bosco algo extraordinario, mientras
yo me veo tal vez inferior a ellas en virtud. Con
una sola palabra podría desengañarles y aun lo
querría, pero esto redundaría en deshonra mía y
del clero y perjudicaría a mis queridos hijos y a
la Congregación Salesiana. Recuerdo siempre lo que
está escrito sobre una tumba en la iglesia de
Crea, cerca de Casale, que pertenece a los
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religiosos de santo Tomás: Fama fumus, homo humus,
finis cinis (la fama es humo, el hombre es tierra,
el fin es ceniza) 1.
Pero, el día anterior, había salido un poco de
su acostumbrado comedimiento. Entre los muchos que
cada día se apiñaban en la sacristía para
hablarle, hubo algunos que, nada más verlo, se
echaron a reír sin poder aguantarse. Se imaginaban
tal vez que iban a encontrar a un hombre alto y de
aspecto imponente y, en cambio, veían allí a un
curita flacucho y bajito. También don Bosco se
echó a reír, y ellos siguieron riendo.
-Señores, les dijo, >>se extrañan de verme así,
tal como soy? Convendría que pudieran contemplarme
en el colmo de mi gloria, sobre todo en dos
circunstancias; la primera, a la hora de comer, íy
qué bien
1 Summarium (proc. dioc.), XVI, 106 (testigo J.
Bautista Lemoyne).
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