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Al seguir paso a paso a nuestro Santo en el
declinar de sus años, no podremos seguir contando
mucho tiempo su vida sin detenernos de vez en
cuando a hablar de su salud. Seguía la mejoría,
>>pero cuánto tiempo iba a durar? En previsión de
una fácil recaída, cedió a la insistencia de los
médicos y de sus hijos, moderando algo su trabajo
y permitiéndose una horita de paseo por la tarde.
Le acompañaban don Juan Bautista Lemoyne y el
clérigo Viglietti. Caminaba despacio, muy
despacio. Iban por la avenida de Rívoli, avenida
de la Reina Margarita, paseo de Valdocco o por la
calle Cottolengo, llegando a veces hasta la
barrera de Lanzo. Don Bosco se complacía en
contemplar las flores del campo y clasificarlas
señalando con su bastoncito las diversas especies
de hierbas. Entonces no había tantos edificios por
los alrededores y todavía se atravesaban prados y
campos. Siempre quería ir a pie. Si se le invitaba
a tomar un coche, al menos para salir de la ciudad
y después pasear ((**It17.159**)) por el
campo abierto y libre, contestaba que los pobres
no van en coche. Después le regalaron tres, uno el
comendador Faja y dos el conde Sacchi de Nemours,
natural de Casale; pero él vendió dos para pagar
el pan de sus muchachos y se resignó a valerse del
tercero el último año de su vida, dado que el
médico le había ordenado el movimiento y que
encontraba mucha dificultad para tenerse en pie.
Muchos le reconocían durante el camino y le
saludaban y le detenían, de modo que, a veces,
quedaba rodeado por muchas personas, especialmente
niños. A menudo la gente se arrodillaba en las
calles y le obligaba a bendecirla.
Doña Serafina Archini Cauvin fue testigo una
tarde de estas escenas en la avenida Reina
Margarita 1. Se acercaban a él los muchachos en
grupos y, una vez bendecidos, lo aclamaban con
alegría. La persona, que le daba el brazo, le
aconsejaba que se acercara también ella para ver
si su bendición la libraba de la artritis, que
hacía años la atormentaba; pero no le era fácil
ponerse a su lado a lo largo del camino por
impedírselo los muchachos, que casi continuamente
lo rodeaban. Fue, pues, a aguardarlo a la entrada
de la portería. Para llegar hasta allá tuvo que
sentarse más de veinte veces por la gran
dificultad con que caminaba. Cuando el Santo llegó
al umbral y vio a la señora arrodillada,
pidiéndole que la bendijese, se detuvo, volvióse a
ella y la bendijo pronunciando las palabras con
tanto afecto que ella rompió a llorar. Le dio
cordialmente las gracias, se levantó, echó a andar
y marchaba tan expeditamente que volvió a su casa
de un tirón sin sentir dolor alguno.
1 Carta a don Miguel Rúa, Turín, 27 de marzo de
1890.
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