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de la escalera, que debía quedar cerrada. Se
llegaba a don Bosco por la puerta interior. Aquí
la guardiana actuaba enérgicamente para dar paso
según el orden de precedencia. Abarrotaban el
salón señores y señoras de la flor y nata de la
sociedad; entre otros, la princesa de Trápani con
su hija y algunas damas se quejaba de que, después
de dos horas, no le llegara su vez; es más, no
lograba, siquiera, abrirse paso para llegar a
defender su causa ante la improvisada portera.
Finalmente un cambio de tarjetas sirvió para
indicarle y hacerle abrir una portezuela oculta a
las miradas del público, lo cual le permitió
llegar hasta don Bosco. Salió de allí rebosando
júbilo, deshaciéndose en agradecimientos a sus
libertadoras.
Después de seis horas, el salón estaba todavía
lleno, porque eran tantos los que salían como los
que ocupaban su lugar.
Al fin, se asomó don Bosco para dar una
bendición general. Hubo entonces una avalancha tal
hacia él que hizo temer por su incolumidad. La
larga espera tenía encrespados los nervios. Se oía
gritar:-Padre, mi hijo tiene el tifus...
-Padre, tengo un tumor... -Padre, tengo un hijo
que me desespera... -Tengo esto, tengo aquello...
Algunos, armados de tijeras, aprovechaban el
agolpamiento para destrizarle la sotana y
proporcionarse reliquias. Cuando salió, sus
guardianas llevaban allí ocho horas de pie.
Pero algo les había enseñado la larga
experiencia. Al día siguiente se repitió el mismo
concurso de gente; todos los que entraban en la
sala tenían que escribir su nombre en una hojita
numerada y con ella entrar por orden a la
audiencia. La medida tomada dio buen resultado y
se continuó después. Ayudaron a las señoritas la
condesa de Caulaincourt, la condesa D'Andigné y
otras ilustres damas parisienses; que tomaron
sobre sí con verdadera abnegación el arduo
cometido de mantener el orden y encauzar una
muchedumbre que atestaba salas, escalera y patio,
aguardando impaciente, pero constante, horas y
horas.
En París don Bosco no era dueño de sí mismo.
Una tarde ((**It16.109**))
necesitaba hablar con cierto señor de la ciudad,
y, como el palacio de la avenida Mesina estaba
bloqueado por delante, se escabulló por la puerta
trasera. No dijo a nadie a dónde iba; sin embargo,
se barruntó la noticia, quizás por indiscreción
del cochero, y, aún no había llegado el coche a su
destino, cuando la gente ya cerraba el paso.
Entró, pero en el zaguán lo estrujaban por todas
partes; algunos incluso se arrodillaban allí mismo
para confesarse. El Santo, sintiéndose ahogado por
la avalancha de la gente, llamó en su auxilio a
don Camilo de Barruel y le dijo:(**Es16.98**))
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