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hasta él, que se encontraba en cama víctima de la
gota, y, cayendo de rodillas ante él, le dijo con
mucha seriedad y eficacia:
-Señor y padre mío, me pongo en vuestras manos;
haced de mí lo que os plazca. Os aseguro que Dios
me quiere en la Compañía de Jesús y que, si vos os
resistís a ello, estáis resistiendo a la segura
voluntad de Dios.
Y sin decir más, sin aguardar contestación,
salió de la habitación. Aquellas palabras hirieron
en lo más vivo al marqués, su padre, el cual,
pensando en las duras pruebas a las que había
sometido a Luis y no queriendo resistir a la
manifiesta voluntad de Dios; y sintiendo, por otra
parte, privarse de un hijo tan querido, de una
joya tan preciosa, se emocionó, se enterneció y se
echó a llorar a lágrima viva. Cuando se calmó un
poco, mandó llamar a Luis y, así que llegó, le
habló de esta manera:
-Hijo mío, me has dado una puñalada en el
corazón; siempre te he querido y te quiero, me
duele inmensamente dejarte marchar de este nido
paterno; pero, ya que el Señor te llama a otra
parte, vete en hora buena; el Señor esté contigo,
bendígate el cielo, yo te bendigo, vete en paz.
Quería decirle más cosas, pero rompió a llorar
de tal modo que ya no pudo hablar. Y Luis, como
tierna avecilla, que, roto el hilo que le tenía
atada, emprende alegre el vuelo de la libertad,
así, dichoso con el permiso obtenido, despachó
algunos asuntos de familia, renunció al
marquesado, dio la última despedida a los
parientes y, como un guerrero, se fue a Roma para
enrolarse en la Compañía de Jesús el día 3 de
noviembre de 1585, a los diecisiete años de edad.
Siento mucho que el tiempo no nos permita hacer
siquiera una breve reseña de los actos virtuosos
que hizo Luis en la vida religiosa; bástenos saber
que llegó a tan alto grado de amor de Dios que, a
veces, al pasar ante el Santísimo Sacramento, se
sentía forzado a detenerse y se veía obligado a
gritar a Jesús:
-Dejadme, Señor, dejad que me vaya adonde me
llame la obediencia: recede a me, recede a me. Con
ello se ve que Luis ya no tenía nada de mundano en
su corazón y era todo de Dios, era un santo, un
ángel, un serafín rebosando amor divino. Una sola
cosa le faltaba a Luis y era lo que deseaba, la
palma del martirio; no pudo ir a buscarla lejos
((**It16.611**)) en las
misiones extranjeras; pero se la encontró, porque
así lo quiso Dios, en lugares próximos a su
residencia: no fue un martirio de sangre, sino de
caridad. El año 1590 se declaró en Roma una peste
atroz, que arrastró al sepulcro una enorme
cantidad de hombres. Rebosó Luis de alegría y,
como le había sido revelada la hora de su próxima
muerte, pensó que era una buena oportunidad, dar
un último desahogo a su caridad, entregando la
misma vida en favor de su prójimo.
Era hermoso ver, dice el biógrafo de su vida, a
un joven príncipe en la flor de la edad, colgarse
al cuello las alforjas y dar vueltas por la
ciudad, yendo de puerta en puerta en busca de
limosnas para los pobres enfermos; penetrar
después en los hospitales y, alegre e inflamado en
santo amor de Dios, acercarse a los desgraciados
apestados, que aquí y allí yacían o caían muertos,
prestarse para lavarlos, vestirlos, hacerles la
cama, acostarlos, darles de comer, ayudarlos,
consolarlos lo mismo en lo que se refería el alma
que al cuerpo; buscar a los más míseros y
repugnantes para desahogar más su caridad. íQué
caridad más grande, la suya! íQué virtud la de
Luis! >>Qué más podía hacer? Lo hizo mucho tiempo
y habría seguido haciéndolo, si Dios no le hubiese
visto ya bastante digno para poseerle y que no le
faltaba para llegar a ser un ángel más que
separarse del cuerpo; y así fue.
Más de una vez había Dios revelado a Luis su
próxima muerte, y había llegado ya el momento. No
se concedía descanso en el servicio a los
apestados; donde el peligro era más inminente allí
acudía con más ardor, hasta que fue acometido por
la peste;
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