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paraíso. Tenía sólo cuatro años cuando,
sustrayéndose diestramente a las miradas de los
otros, se recogía en oración. La madre, al no
verle a su lado, preguntaba por él a las
doncellas, las cuales, después de buscarlo largo
rato, le decían: -íAh, si vinierais a verle!
->>Dónde? -Allí, en un rinconcito escondido de la
casa, en el desván o en otro lugar donde no
pudiese ser observado. Allí con la cabeza
inclinada, con sus tiernas manecitas sobre el
pecho, de rodillas en el suelo, estaba absorto en
dulce solaz con Dios; mientras se encontraba en
esta posición difícilmente se le podía alejar, a
menos que se le dijera que había un pobre de
Jesucristo y entonces sí, se levantaba al punto,
corría alegre a verle, volvía para decírselo a su
mamá y pedía impaciente algo con que aliviar su
necesidad, queriendo poner él mismo la limosna en
su mano.
Con estos hermosos cimientos de virtud,
fácilmente podéis deducir cómo fue la niñez y la
adolescencia de Luis. La caridad con el prójimo,
el amor a Dios, el deseo de hacer penitencia por
Jesucristo ocupaban todo el afecto de su corazón;
era todavía muy niño y no se entretenía con los
juegos, pasatiempos u otras diversiones propias de
la edad; iba por calles y plazas, pero no se
paraba a hacer bromas y gracias a nadie, o bien a
menospreciar con apodos o con hechos a otros
compañeros, sino que, con los ojos ((**It16.607**)) bajos,
con actitud modesta y recogida, enamoraba a todo
el que le miraba; en la iglesia era la maravilla
de quien le observaba: no decía una palabra, ni
sonreía a nadie, ni se acercaba a ninguno; de
suerte que, la gente acudía en tropel, para
deleitarse contemplándolo, y quedaban asombrados
ante tanta modestia y virtud en un jovencito.
Obediente en sumo grado, no se separaba de sus
padres, sin obtener previamente permiso y no sólo
procuraba cumplir lo que éstos o los maestros de
escuela le mandaban, sino que se industriaba por
adelantarse a hacerles los pequeños servicios que
podían agradarles. Es más, nunca mandaba sin antes
decir a sus sirvientes: si podéis, haced tal cosa;
si no os molesta, necesitaría esto; y, muchas
veces, obedecía a aquellos a quienes le
correspondía mandar.
La experiencia le hizo comprender que sólo se
obtiene el mal del trato con los malos compañeros.
He aquí el hecho. Trataba con algunos que, como
sucede también en nuestros días, tenían la
costumbre de hablar mal; aprendió Luis de ellos a
decir algunas palabras soeces, triviales y menos
correctas; en otra ocasión, tomó un poco de
pólvora, cargó una pieza de artillería y la
disparó con riesgo de su vida; éstos fueron sus
dos pecados, si así pueden llamarse, por no tener
entonces más que cuatro años, cuando no se conoce
bien el significado de lo que se dice; tanto más
que, en cuanto fue advertido de ello, se enmendó
de modo que ya no dio ocasión para que se le
reprochara esta falta. Estas dos culpas fueron el
objeto de sus muchas lágrimas y dolor; cuando
llegó a los diez años, confesó estas dos culpas,
pero íay Dios mío! Bien sabéis vosotros, con
cuánto dolor de corazón, con ayunos y oraciones,
presentóse al confesor y, al pensar que el pecado
es ofensa de la infinita majestad de Dios, fue
tanta su confusión y tal el dolor de sus pecados
que rompió a llorar, se desmayó y cayó como muerto
a los pies del confesor; fue preciso llevarlo de
nuevo al confesonario para poder acabar la
confesión. Y no le bastó a Luis esta dolorosa
confesión, con la penitencia que le fue impuesta;
antes al contrario, desde entonces precisamente
comenzó las rigurosas penitencias que sería largo
querer reseñar; me limitaré a una breve mención.
Además de las muchas y prolongadas oraciones
que hacía en el tiempo por él establecido, oír y
ayudar muchas misas, tomar parte en el canto de
vísperas y en las demás funciones de iglesia,
llegó también a las penitencias exteriores. No me
extrañaría que, por necesidad o en lugares
desiertos, donde sólo hay campesinos o silvestres,
hubiese personas que hicieron grandes
abstinencias; pero me asombra ver a
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