((**Es16.471**)
cinco y media, quiso ver a don Bosco. Ya la
víspera había dicho, al enterarse del retraso
involuntario del santo sacerdote: -Todavía no
tendremos esta noche la bendición en la casa.
Pero, desde la mañana, quiso tenerle consigo, y
cuando el padre salió, dijo al señor du Bourg, que
lo había introducido: -Créame, amigo mío, no es un
cualquiera don Bosco: ítengo la sensación de que
me ha curado! No era todavía la curación, pero era
la promesa de la curación. El buen Padre nos
celebró la misa a las siete, lo mismo que Su
Excelencia, hace dos años, dio la comunión a
muchas personas, lo cual le edificó y alegró. Por
la tarde, después de la bendición, le pedí que nos
dirigiera unas palabras, ya que el cansancio se lo
había impedido en la misa. Lo hizo complacido y de
forma muy sencilla y muy paternal, nos felicitó y
nos exhortó al mismo tiempo a la santa comunión, a
la devoción a la Santísima Virgen y a la confianza
en la oración. Al terminar, nos prometió que,
cuando volviese para dar gracias a Dios con
nosotros por el favor obtenido, no estaríamos
solos, sino ((**It16.573**)) que
estaría Monseñor con nosotros. Así pues, según él,
la curación debe tener lugar, pero no demasiado
súbitamente, para que no le sea atribuida a él,
sino únicamente a las muchas oraciones que se
hacen por Monseñor. Le dije entonces lo mucho que
se interesaba el Padre Santo por la salud de
Monseñor y que también V. S. había enviado ya dos
veces a su secretario para poder transmitir a Roma
noticias seguras y recientes. Después de la misa,
Monseñor quiso recibir a todo el personal de la
casa. Estaba muy débil y no pudo dirigir más que
algunas palabras a cada uno. La señora estaba
sentada junto a su cama; y todos, al pasar,
besaban la mano a Monseñor. Es la primera vez,
creo yo, que lo ha permitido, o mejor, lo ha
dejado hacer. Estábamos allí el señor conde de
Blacas, el señor marqués de Foresta, el duque de
la Gratzia, el Barón de Raincourt, el general de
Charette, los condes d'Andigné, de Monti (el de
Chevigné había ido a Viena a buscar al doctor
Vulpián que llegaba de París), los señores Huet du
Pavillon, Frémond, el Rvdo. P. Roll y yo. Yo cerré
el desfile en mi condición de cura párroco, y me
dijo Monseñor: -Yo quería verle estos días, pero
íestoy tan fatigado! Y añadió hablando de don
Bosco y de su compañero don Miguel Rúa: -Don Bosco
pretende que no es él el verdadero, sino que es el
otro. Y como yo no comprendía, repitió: -Sí, no es
él quien hace los milagros, sino su compañero que
también es un santo.
La señora nos invitó para la cena; éramos
dieciocho. A mitad de la comida, cuando nadie
pensaba en ello (la misma señora no estaba
prevenida), apareció de repente Monseñor, llevado
en su sillón de ruedas. íFue como el estallido de
un rayo! La emoción cortó la palabra a todos. El
buen Príncipe había querido dar esta agradable
sorpresa a todos sus servidores.
Al verle, corrió la señora a su encuentro para
brindar a su salud y todos hicieron otro tanto.
Monseñor se dirigió particularmente a don Bosco y,
a los dos o tres minutos, se hizo llevar de nuevo
a la cama. Después de tanta excitación, la noche
debía haber sido muy agitada, y, sin embargo, no
sufrió mucho.
Sábado, dieciocho de julio. Reanudo mi relato,
que voy a abreviar. El lunes por la mañana, fiesta
de Nuestra Señora del Carmen, Monseñor quiso oír
la misa de don Bosco en su habitación y recibir la
santa comunión de su mano; era una digna manera de
acabar la novena pública que acabamos de hacer a
Nuestra Señora de Lourdes. Don Bosco recibió
durante el día a todos los que querían decirle
algo o recibir su bendición. Y se estableció que
saldría al día siguiente (ayer por la mañana).
Su presencia era una satisfacción para
Monseñor, pero no podía él prolongarla mucho; sus
hijos de Turín lo reclaman imperiosamente. Ayer
por la mañana nos dejaron los dos santos Padres,
después de celebrar la santa misa, uno a las cinco
y media y
(**Es16.471**))
<Anterior: 16. 470><Siguiente: 16. 472>