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61 (El original en francés)
Artículo de Saint-Genest en el
<>
(núm. del 18 de mayo de
1883)
He querido aprovechar mi estancia en Turín para
visitar la casa de don Bosco. Se lo había
prometido el año pasado, cuando él vino a pasar un
día en Mentón.
No me había sido posible entonces conocer la
categoría de aquél a quien había tenido el honor
de recibir, pero la gente era menos ignorante,
((**It16.541**)) pues
cuando llegó al chalet Imberti, todo el mundo
esperaba junto a la verja para pedirle su
bendición.
Confieso que, en el primer encuentro, la
actitud, la fisonomía del santo no me habían
impresionado. Don Bosco no es hombre para un
primer momento. Al comienzo de una conversación,
todo el mundo presenta más apariencias que él.
Como se expresa con dificultad en francés,
queda en la penumbra; después, poquito a poco,
unas palabras dichas en voz baja brillan como
tenues fulgores. Estos fulgores van creciendo. Tan
pronto como se hace silencio, ya no se mira, ya no
se oye más que a él. Entonces, cuando uno mira
bien su rostro, encuentra en él el antifaz del
hombre creado por Dios para algo.
Estos seres son de una raza distinta. Viven en
el tiempo y en el espacio, sin conocer nada de los
acontecimientos humanos, sin turbarse ni detenerse
ante lo que nos preocupa a diario. Por eso, se les
califica invariablemente de locos; es la gran
señal que los distingue... Locos sublimes, que
pasan a través de la miserable especie, dotada de
buen sentido.
Una vez asistía en la Touraine al encuentro de
dos de estos hombres: el padre Eymard y el señor
Dupont; es un recuerdo inolvidable para mí.
El señor Dupont, con su hermosa cabeza de
gentilhombre cristiano, decía unas palabras sobre
su iglesia, la catedral de San Martín; después se
paraba, miraba en el vacío, apenas se movían sus
labios y se veía que la frase acababa con una muda
plegaria.
El padre Eymard le escuchaba con aquella mirada
profunda, aquel aire de meditación intensa, que
era el fondo de su fisonomía. Después, lentamente,
pronunciaba unas palabras sobre su próxima obra,
la Adoración perpetua, y luego los dos hombres se
quedaban en silencio dándose la mano.
Yo contemplaba aquella escena muda, sin acabar
de entender lo que sentía. Acostumbrado a la
versatilidad y a la verborrea de la gente del
mundo, que dice tantas palabras sin pensar en
nada, estaba profundamente emocionado ante el
espectáculo de aquellos dos hombres que pensaban
en tantas cosas y no decían nada.
Luego, después de una larga meditación, se
abrazaron, se dijeron sencillamente <> y
cada uno volvió a su trabajo.
Al verlos alejarse así en medio del movimiento
cotidiano que ni siquiera advertían, me parecía
ver a dos navíos solitarios que, después de
haberse encontrado en medio del Océano,
reemprendían su ruta hacia una meta lejana.
Ya lo he dicho; don Bosco no tiene la
prestancia de ciertos cristianos. Más bien se
aproximaría al cura de Ars. Lo que impresiona en
él es su fina sonrisa, su penetrante mirada, con
aire de bondad soberana ((**It16.542**)) y de
voluntad indomable. Pero es exactamente de la
misma familia, porque, cuando se le va a ver,
también él está perfectamente loco y siempre pasó
por tal.
La hora que escogí para ir a Turín era a un
tiempo la mejor y la peor. La mejor, porque don
Bosco es una actualidad parisiense hoy día, la
peor, porque estando en París, no podía recibirme
en Turín.
(**Es16.445**))
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