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ayudaba a su madre en los trabajos mayores. Se
veía a aquel hombre, eminente por su inteligencia
y saber, sacar agua del pozo, aserrar maderas,
mondar patatas y preparar el puchero; y hasta
coser, cuando hacía falta para vestir a un pobre
muchacho que llegaba desnudo y hambriento. Siempre
alegre, siempre sonriente, sin nada que pudiera
alterar su buen humor, llegaron los amigos, las
ayudas inesperadas; y también los enemigos. Un
día, el año 1848, un disparo de fusil contra su
persona penetró por la ventana abierta de la
capilla, mientras explicaba el catecismo a los
muchachos. La bala pasó bajo su brazo y fue a
aplastarse contra la pared. Los muchachos
despavoridos se abalanzaron hacia él. Impasible,
les dijo sonriendo: <>. Después, al ver
su sotana agujereada, añadió: <<íPobre sotana!
Siento lo que te ha sucedido, porque eres la única
que tengo>>.
En 1849, don Bosco tuvo una gran satisfacción.
Cuatro muchachos del Oratorio vistieron el hábito
eclesiástico. Fueron los primeros clérigos del
Instituto de San Francisco de Sales.
Había llegado la hora del crecimiento rápido
para el árbol salesiano. El oratorio de Valdocco
adquirió tal extensión que pudo albergar un millar
de personas, y su capilla, sus talleres, sus
dormitorios, sus comedores y sus dependencias de
toda clase, realizaron el sueño que, cinco años
antes, había hecho tildar de loco al pobre don
Bosco.
Después se multiplicaron los oratorios; Italia
primero y después Provenza, España y América
llamaron a los Salesianos, que fueron recibidos en
ciento cuarenta casas. Actualmente reúne don Bosco
en ellas más de cien mil muchachos y todos
aprenden una profesión, reciben instrucción
elemental y muchos de ellos, distinguidos por sus
aptitudes, hacen estudios completos y escogen
carreras diversas.
Cada año sale de estos oratorios un buen número
de sacerdotes, y entre ellos recluta don Bosco sus
cooperadores y misioneros, que envía a América del
Sur. En este momento hay ciento treinta de estos
sacerdotes en Patagonia, donde han fundado siete
colonias y bautizado a más de trece mil indígenas.
En cuanto a la iglesia, que ha levantado en
Turín en 1865 y dedicado a María Auxiliadora,
nació de una idea de don Bosco y de una ((**It16.524**))
bendición de Pío IX. Su Santidad animó a don Bosco
a construirla y le dio quinientos francos para la
compra del terreno. Una vez comprado éste y
trazados los planos, don Bosco puso la primera
piedra y mandó comenzar las obras. No había en
caja más que cuarenta céntimos. Al cabo de quince
días, debía mil francos a los obreros ocupados en
cavar los cimientos y no tenía ni uno.
Entonces comenzó la serie de prodigios. Hay que
leerlos en la narración sencilla, clara y viva del
doctor d'Espiney. Del millón que costó la iglesia,
ochocientos cincuenta mil francos fueron ofrecidos
por enfermos curados, por afligidos socorridos por
María Auxiliadora. No hubo cuestaciones, todo el
dinero llegó por donativos voluntarios,
espontáneos, misteriosos a veces, casi siempre
inesperados y en el mismísimo instante en que se
necesitaban.
En fin, este don Bosco, que no se asombra de
nada y atribuye a la Santísima Virgen el honor de
lo que él hace, es una de las más maravillosas
personalidades de este siglo. Siempre en acción,
pero nunca alborotado, gobierna sus oratorios,
repartidos por el antiguo y nuevo mundo, sin que
flaquee su memoria un instante. Recibe por término
medio, cien cartas diarias, y esta tarea
aplastante, esta incesante solicitud le dejan con
el encanto de su jovialidad y el frescor de su
memoria. Recita cantos enteros de Virgilio y de
Dante, lo mismo que lo hacía a los veinte años, y
se complace
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