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estaba en Valdocco, allí donde tenía que
levantarse más adelante la amplia casa proyectada.
Antes de la puesta del sol, quedó cerrado el
contrato y, el domingo ((**It16.522**))
siguiente solemnidad de Pascua, se celebraron
jubilosamente los oficios religiosos bajo el
cobertizo transformado en capilla. Se había
ahondado el suelo, pero el techo quedaba todavía
tan bajo que el Arzobispo al subir al estrado el
día de la confirmación, tuvo que quitarse la mitra
para poder estar de pie.
Tres meses después, en julio de 1846, don
Bosco, extenuado por el trabajo y las fatigas
(pues, a los cuidados del oratorio, sumábanse
además otras muchas buenas obras), cayó enfermo y
llegó al último extremo.
El teólogo Borel lo velaba; una noche que
parecía iba a ser la última, dijo al enfermo:
-Don Bosco, pida usted a Dios que le ponga
bueno.
-Hay que abandonarse a su santa voluntad,
contestó don Bosco.
-En nombre de sus muchachos, pida a Dios la
curación. No puede usted dejarlos así.
-Sí, Señor, dijo el enfermo; si éste es tu
beneplácito, haz que yo cure. Non recuso laborem.
Curó con la inmensa alegría de los setecientos
muchachos del oratorio salesiano. Pero estaba tan
débil y tan flaco que los médicos le prescribieron
tres meses de descanso y el aire del campo.
Se fue al lado de su madre, a unas leguas de
Turín a la pequeña propiedad de I Becchi donde
había transcurrido su infancia. Su buena madre,
viuda, lo cuidó y, desde que recobró sus fuerzas,
lejos de disuadirlo de la obra, que había estado a
punto de costarle la vida, le dijo sencillamente:
-Iré contigo y tus muchachos serán los míos.
Y, un buen día, madre e hijo se encaminaron
hacia Turín, a pie, muy pobres, pero ímuy felices!
Iban adonde Dios los quería, iban adonde su
irresistible llamada los invitaba a aportar, él,
su juventud y sus fuerzas recobradas, ella su
ternura y los cuidados maternales, que todavía
podía prestar en el otoño de su vida.
A las puertas de Turín, se encontraron con un
amigo, un ayudante de don Bosco, el abate Vola. Al
ver a don Bosco, bastón en mano, llevando por todo
equipaje su breviario bajo el brazo y que parecía
muy cansado, le preguntó adónde iba de aquella
manera.
-Vamos, mi madre y yo, a establecernos en el
oratorio.
-Pero tú no cuentas con recursos, >>cómo vas a
hacer para vivir?
-No lo sé, la Providencia proveerá.
Entonces aquel buen sacerdote le dio su reloj,
como primera entrega de fondos.
Don Bosco tomó el reloj, que tan cordialmente
le ofrecía, y lo vendió al día siguiente para
comprar lo indispensable con que instalar a su
madre. Aquella santa mujer se convirtió en
sirvienta de los muchachos que su hijo reunía,
Ella quiso alimentar y vestir a los más pobres y,
ganadas por su ejemplo, la venerable madre del
Arzobispo de Turín, la señora Fransoni, y muchas
otras mujeres ((**It16.523**))
cristianas, de entre las más distinguidas señoras
de la ciudad, se pusieron a trabajar para vestir,
con sus propias manos, a aquel tropel de muchachos
andrajosos. La buena madre de don Bosco vendió su
viña y sacrificó todo lo que poseía, todo, hasta
su ajuar de novia, cuidadosamente guardado hasta
entonces, para sufragar los gastos de la obra de
su hijo. Siguiendo su ejemplo, nadie escatimaba
nada en el oratorio de Valdocco. Don Bosco, en los
ratos que le dejaban libre sus funciones de
sacerdote y de fundador,
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