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((**Es16.435**) estaba en Valdocco, allí donde tenía que levantarse más adelante la amplia casa proyectada. Antes de la puesta del sol, quedó cerrado el contrato y, el domingo ((**It16.522**)) siguiente solemnidad de Pascua, se celebraron jubilosamente los oficios religiosos bajo el cobertizo transformado en capilla. Se había ahondado el suelo, pero el techo quedaba todavía tan bajo que el Arzobispo al subir al estrado el día de la confirmación, tuvo que quitarse la mitra para poder estar de pie. Tres meses después, en julio de 1846, don Bosco, extenuado por el trabajo y las fatigas (pues, a los cuidados del oratorio, sumábanse además otras muchas buenas obras), cayó enfermo y llegó al último extremo. El teólogo Borel lo velaba; una noche que parecía iba a ser la última, dijo al enfermo: -Don Bosco, pida usted a Dios que le ponga bueno. -Hay que abandonarse a su santa voluntad, contestó don Bosco. -En nombre de sus muchachos, pida a Dios la curación. No puede usted dejarlos así. -Sí, Señor, dijo el enfermo; si éste es tu beneplácito, haz que yo cure. Non recuso laborem. Curó con la inmensa alegría de los setecientos muchachos del oratorio salesiano. Pero estaba tan débil y tan flaco que los médicos le prescribieron tres meses de descanso y el aire del campo. Se fue al lado de su madre, a unas leguas de Turín a la pequeña propiedad de I Becchi donde había transcurrido su infancia. Su buena madre, viuda, lo cuidó y, desde que recobró sus fuerzas, lejos de disuadirlo de la obra, que había estado a punto de costarle la vida, le dijo sencillamente: -Iré contigo y tus muchachos serán los míos. Y, un buen día, madre e hijo se encaminaron hacia Turín, a pie, muy pobres, pero ímuy felices! Iban adonde Dios los quería, iban adonde su irresistible llamada los invitaba a aportar, él, su juventud y sus fuerzas recobradas, ella su ternura y los cuidados maternales, que todavía podía prestar en el otoño de su vida. A las puertas de Turín, se encontraron con un amigo, un ayudante de don Bosco, el abate Vola. Al ver a don Bosco, bastón en mano, llevando por todo equipaje su breviario bajo el brazo y que parecía muy cansado, le preguntó adónde iba de aquella manera. -Vamos, mi madre y yo, a establecernos en el oratorio. -Pero tú no cuentas con recursos, >>cómo vas a hacer para vivir? -No lo sé, la Providencia proveerá. Entonces aquel buen sacerdote le dio su reloj, como primera entrega de fondos. Don Bosco tomó el reloj, que tan cordialmente le ofrecía, y lo vendió al día siguiente para comprar lo indispensable con que instalar a su madre. Aquella santa mujer se convirtió en sirvienta de los muchachos que su hijo reunía, Ella quiso alimentar y vestir a los más pobres y, ganadas por su ejemplo, la venerable madre del Arzobispo de Turín, la señora Fransoni, y muchas otras mujeres ((**It16.523**)) cristianas, de entre las más distinguidas señoras de la ciudad, se pusieron a trabajar para vestir, con sus propias manos, a aquel tropel de muchachos andrajosos. La buena madre de don Bosco vendió su viña y sacrificó todo lo que poseía, todo, hasta su ajuar de novia, cuidadosamente guardado hasta entonces, para sufragar los gastos de la obra de su hijo. Siguiendo su ejemplo, nadie escatimaba nada en el oratorio de Valdocco. Don Bosco, en los ratos que le dejaban libre sus funciones de sacerdote y de fundador, (**Es16.435**))
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