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con un cuadro de San Francisco de Sales. Don Bosco
lo escogió como patrono de su obra, que tomó de
ahí el nombre de oratorio salesiano.
La obra crecía: a las escuelas nocturnas
acudían después de su jornada de trabajo los
muchachos, cuyo número alcanzó pronto los
trescientos. Pero iba a empezar la era de las
dificultades. La señora Barolo volvió a ocupar, en
julio de 1845, el local que había prestado;
entonces don Bosco reunió a sus muchachos en una
iglesia abandonada; pasó después a otra, pero el
rector de la misma los echó, porque no podían
aguantar en los alrededores el ruido, que ellos
hacían. Al no tener un local donde recogerlos, don
Bosco los llevaba cada domingo al campo. Los
pobres muchachos se llevaban, y comían al aire
libre, su escasa y pobre comida. Pero llegó el
invierno, >>qué hacer? Alquiló tres habitaciones
en una casa situada frente al lugar donde
levantaría años más tarde, la iglesia de María
Auxiliadora, que le costó un millón. Muy lejos de
pensar en construir, el pastor ((**It16.521**)) y el
rebaño tenían mucho miedo de que los echaran. El
clero de Turín fue hostil a don Bosco y le tocó
sufrir las picaduras de las abejas, que san
Francisco de Sales califica de más punzantes que
las de los mosquitos, y el propietario de la casa
Moretta lo despidió. Era la primavera de 1846.
El antiguo pastor quedóse sin casa; alquiló
entonces un prado próximo a una iglesia y allí
llevaba a sus muchachos. Juegos alegres,
fervientes plegarias, cánticos y bonitas
historietas contadas por don Bosco embelesaban a
los muchachos en aquellas reuniones de Valdocco.
Pero íay!, a los dos meses escasos, el propietario
del prado despidió a don Bosco, porque las
carreras de los chavales destruían hasta las
raíces de la hierba.
>>Adónde ir? Para colmo de desdicha, don Bosco
fue destituido del cargo de director del Hospicio.
Era aquél casi su único recurso. Se quedó sin un
lugar de reunión y sin nada. Sus amigos, el mismo
abate Borel le aconsejaron que renunciara a su
obra, que despidiera a los muchachos. La misma
Providencia, le decían, le está indicando
claramente que no quiere esta obra.
<>.
Y, con la presciencia que da la fe perfecta,
describía minuciosamente el edificio que quería
levantar, precisaba su plan, sus amplias
proporciones, como si ya lo estuviera viendo, como
si dispusiese de inagotables tesoros.
Se le creyó loco. La voz se esparció por toda
la ciudad de Turín, y unos eclesiásticos
intentaron con un ardid encerrarlo en una casa de
salud. Don Bosco desbarató su plan con la gracia y
el buen humor que siempre lo acompañó. No hacía
ningún caso de la opinión ni del apoyo de los
hombres y colocaba en otra parte todas sus
esperanzas.
A pesar de todo, la Providencia lo dejaba
languidecer.
Por última vez se habían reunido los muchachos
en el prado de Valdocco. No sabían dónde los iba a
reunir su querido Padre el domingo siguiente.
Tampoco él. Se ponía el sol, se acababa el día y
don Bosco rezaba, con el corazón dolorosamente
oprimido.
Presentóse de improviso un buen hombre; iba a
ofrecer a don Bosco el alquiler de un cobertizo, a
poca distancia del prado, por trescientos francos
al año. El cobertizo era tan bajo que se
necesitaba ahondar el suelo para poder estar
debajo una persona en pie, pero era un abrigo
contra el sol y contra la lluvia; era un local
cubierto y
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