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Como mi madre había heredado una parte de la
propiedad de sus padres, el general de Bremond
d'Ars, finca en la que yo habito actualmente,
junto a la estación de Saintes y de los talleres
donde se reparan los vagones y máquinas de toda la
red de ferrocarriles del Estado, pensó mi padre,
desde el punto de vista moral, en hacerlos útiles
para los numerosos obreros que allí trabajan y,
sobre todo, para sus hijos, faltos la mayoría de
una educación cristiana.
Concibió la idea de establecer un barrio obrero
en la parte alta, paraje encantador, que domina la
ciudad y sus campanarios, y tiene a sus pies el
Castillo de Cormier; le pareció que ello sería
fácil dado que aquella zona carecía completamente
de asistencia religiosa.
Y pensó en don Bosco.
((**It16.516**)) Ahora
bien, nosotros teníamos unos parientes muy buenos,
el Duque y la Duquesa de Levis Mirepois, a cuya
casa iba siempre a parar mi padre, cuando estaba
de paso en París.
Además, la Duquesa era Mérode Westerloo por
nacimiento e hija de una Thezan, de la que poseía
todavía muchos bienes, pese a los horrores de la
funesta revolución de 1789. La señora de Mérode
había confiado a mi padre lo que tenía de más
querido, su hija, casada lejos de ella, pues
Bélgica no estaba muy cerca de la antigua casa
solariega de los Levis, situada en el sur de
Francia.
El se encontraba, pues, en París, cuando don
Bosco estuvo allí en 1883.
No pudo verle más que un instante en la casa
donde se hospedaba.
Pidió verle, no le tocó esperar mucho y, como
si ya lo conociese, se dirigió a él directamente
en medio del ruido y movimiento que lo rodeaban:
-íYa ve usted, señor Marqués, mire en qué
estado me han dejado!... Unos, armados de grandes
tijeras, se la han tomado con mi pobre sotana;
otros más atrevidos, provistos de un peine o un
cepillo, han elegido mi cabeza...
Mientras estaba hablando, iban a buscarlo a
toda prisa, unos para hablarle, otros simplemente
para verle; era algo inaguantable.
Pero afuera era otra cosa... Allí estaban todos
los desgraciados impedidos, agarrados a sus
muletas, hablando, gesticulando e implorando con
todas sus fuerzas íel socorro de un santo...!
En medio de ellos, había uno más alto, más
fuerte que los demás, pero que tenía un aspecto
singular: -Miradme, decía, ayer era un hidrópico y
ya no lo soy.
Y gritaba a voz en cuello: -ííViva don Bosco!!
Mi padre, impresionado por todo lo que acababa
de oír, no tuvo tiempo más que para preguntarle
qué día y a qué hora podría verle.
Entonces el santo sacerdote le dio el número y
la dirección de la casa donde celebraría la misa
al día siguiente.
Al día siguiente, se encaminó hacia el lugar
indicado por don Bosco.
íY cuál no fue su estupor, al entrar en aquel
patio y encontrarse en una mansión principesca!
Cuando pidió ver a don Bosco, le contestaron
que tenían orden de no dejar pasar a nadie.
Entonces mi padre entregó su tarjeta, con su
nombre y dirección. Después de leerla, le
saludaron y le acompañaron hasta una magnífica
escalera, que lo condujo, después de subir unos
pisos, hasta donde se encontraban los dueños de
aquella espléndida vivienda, todos sumidos en el
más profundo recogimiento.
Entonces comenzó la misa y, íqué misa!... En
aquel ambiente reducido, íse sentía más cerca la
presencia de Dios!
((**It16.517**)) Cuando
acabó la misa, aquellas señoras se retiraron con
los otros miembros
(**Es16.430**))
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