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don Bosco estaba a punto de salir de su
habitación. En efecto, pasados unos minutos, fui
presentado en el momento en que él salía. Me eché
a sus pies, suplicando su bendición, que él me dio
pronunciando la fórmula ordinaria. Le agradecí que
se hubiera dignado aceptarme en su coche, durante
el corto trayecto de aquella mañana.
-Bien, bien, me respondió; salgamos.
El pobre don Bosco está muy desmejorado, y el
retrato que tú conoces es muy distinto de la
realidad. Aparenta unos setenta años y camina con
gran dificultad. En el primer momento, quedé algo
sorprendido al ver a un santo tan desaliñado. La
barba sin rasurar, largos y despeinados los
cabellos, caídos con gran desorden en toda
dirección. Raída la sotana, el cuello del gabán
verdusco y así lo demás. Tal es su exterior. Aquel
primer instante fue por tanto para mí puramente
natural.
A punto de salir, corrió el secretario a
comunicarle que había gente en la escalera, pero
que no debía pararse porque ya llevaban retraso.
Nada más salir, se le plantó delante una
señora; y don Bosco se paró a escucharla con
verdadero interés. Yo me quedo a unos pasos de
distancia para no perderlo. Veo que escucha con
visible interés a la pobre mujer. Baja unos
peldaños y se topa con una veintena de personas.
Una señora, una mujer joven, le dice:
-Padre, cúreme; me veo obligada a estar en cama
dieciocho horas del día.
-Póngase de rodillas, le dijo don Bosco. Ella
se arrodilló en un peldaño de la escalera. Don
Bosco, a su lado, recitó el padrenuestro, el
avemaría, etc., y la bendijo. Entonces vi y
comprendí al santo.
Unos escalones más abajo, una madre le presentó
a sus dos hijos de catorce y dieciséis años y él
los bendijo, apoyando fuertemente la mano sobre
sus cabezas. Bajó un poco más; se acercó a mí una
mujer y me dijo:
-Veo que usted va con él. Tenga la bondad de
decirle que suba a mi coche. Soy la señora de...
Le respondo que yo no puedo nada. En una
palabra: que invirtió veinte ((**It16.489**))
minutos para bajar la escalera, asediado a cada
paso por diversos suplicantes.
En cierto momento, corrí hacia el coche que
habíamos de utilizar y dije al cochero: -Ya sabe
usted que vamos a la calle de La Chaise; camine
sin prisa, cuanto más tiempo tarde, mayor será la
propina.
Volví a juntarme con don Bosco, que estaba aún
en la escalera. Le resguardé. Subimos. Imposible
evitar que el secretario me dijera que él esperaba
no molestar con su presencia, pues está obligado
al más estricto secreto. No pudiendo apartarlo,
subimos los tres y partimos poco a poco.
Le expuse enseguida el principal motivo de mi
viaje, mi estado de salud. Don Bosco me escuchaba,
cerrando los ojos y repitiendo: <>.
Le bendeciré, me dijo al llegar a la sacristía de
las Damas del Retiro, le daré una medalla y, luego
dirá cada día tres padrenuestros, avemarías y
glorias con la invocación Auxilium Christianorum.
En cuanto a las misas que usted me promete, las
dirá según las intenciones de la sacristía de
nuestra casa de Turín. Yo le pregunté:
-Padre, >>podré cantar la misa el domingo
próximo?
-Sí, sí, me dijo mirándome sonriente; sí,
pruébelo, pruébelo.
Pasé a continuación al asunto de... Le entregué
la carta; pero, como tenía dificultad para leerla,
le pedí permiso para leérsela yo mismo. Lo hice
con convicción, recalcando la fecha y las enormes
dificultades y comentándola. En las palabras
finales, el secretario, que rezaba el breviario
mientras tanto, se detuvo, prestó oídos y miró a
don Bosco. El buen hombre sonrió tranquilamente y,
como no decía nada, le insistí y me respondió
serenamente:
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