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((**Es16.406**) don Bosco estaba a punto de salir de su habitación. En efecto, pasados unos minutos, fui presentado en el momento en que él salía. Me eché a sus pies, suplicando su bendición, que él me dio pronunciando la fórmula ordinaria. Le agradecí que se hubiera dignado aceptarme en su coche, durante el corto trayecto de aquella mañana. -Bien, bien, me respondió; salgamos. El pobre don Bosco está muy desmejorado, y el retrato que tú conoces es muy distinto de la realidad. Aparenta unos setenta años y camina con gran dificultad. En el primer momento, quedé algo sorprendido al ver a un santo tan desaliñado. La barba sin rasurar, largos y despeinados los cabellos, caídos con gran desorden en toda dirección. Raída la sotana, el cuello del gabán verdusco y así lo demás. Tal es su exterior. Aquel primer instante fue por tanto para mí puramente natural. A punto de salir, corrió el secretario a comunicarle que había gente en la escalera, pero que no debía pararse porque ya llevaban retraso. Nada más salir, se le plantó delante una señora; y don Bosco se paró a escucharla con verdadero interés. Yo me quedo a unos pasos de distancia para no perderlo. Veo que escucha con visible interés a la pobre mujer. Baja unos peldaños y se topa con una veintena de personas. Una señora, una mujer joven, le dice: -Padre, cúreme; me veo obligada a estar en cama dieciocho horas del día. -Póngase de rodillas, le dijo don Bosco. Ella se arrodilló en un peldaño de la escalera. Don Bosco, a su lado, recitó el padrenuestro, el avemaría, etc., y la bendijo. Entonces vi y comprendí al santo. Unos escalones más abajo, una madre le presentó a sus dos hijos de catorce y dieciséis años y él los bendijo, apoyando fuertemente la mano sobre sus cabezas. Bajó un poco más; se acercó a mí una mujer y me dijo: -Veo que usted va con él. Tenga la bondad de decirle que suba a mi coche. Soy la señora de... Le respondo que yo no puedo nada. En una palabra: que invirtió veinte ((**It16.489**)) minutos para bajar la escalera, asediado a cada paso por diversos suplicantes. En cierto momento, corrí hacia el coche que habíamos de utilizar y dije al cochero: -Ya sabe usted que vamos a la calle de La Chaise; camine sin prisa, cuanto más tiempo tarde, mayor será la propina. Volví a juntarme con don Bosco, que estaba aún en la escalera. Le resguardé. Subimos. Imposible evitar que el secretario me dijera que él esperaba no molestar con su presencia, pues está obligado al más estricto secreto. No pudiendo apartarlo, subimos los tres y partimos poco a poco. Le expuse enseguida el principal motivo de mi viaje, mi estado de salud. Don Bosco me escuchaba, cerrando los ojos y repitiendo: <>. Le bendeciré, me dijo al llegar a la sacristía de las Damas del Retiro, le daré una medalla y, luego dirá cada día tres padrenuestros, avemarías y glorias con la invocación Auxilium Christianorum. En cuanto a las misas que usted me promete, las dirá según las intenciones de la sacristía de nuestra casa de Turín. Yo le pregunté: -Padre, >>podré cantar la misa el domingo próximo? -Sí, sí, me dijo mirándome sonriente; sí, pruébelo, pruébelo. Pasé a continuación al asunto de... Le entregué la carta; pero, como tenía dificultad para leerla, le pedí permiso para leérsela yo mismo. Lo hice con convicción, recalcando la fecha y las enormes dificultades y comentándola. En las palabras finales, el secretario, que rezaba el breviario mientras tanto, se detuvo, prestó oídos y miró a don Bosco. El buen hombre sonrió tranquilamente y, como no decía nada, le insistí y me respondió serenamente: (**Es16.406**))
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