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ello. El corazón de padre, que debemos tener,
condena esta manera de actuar. Consideremos como
hijos nuestros a aquéllos sobre los cuales hemos
de ejercer alguna autoridad. Pongámonos casi a su
servicio, como Jesús, que vino a obedecer y no a
mandar, avergonzándonos de cuanto pudiera tener en
nosotros el aire de dominadores; y no los
dominemos más que para servirlos con mayor gusto.
Así hacía Jesús con sus Apóstoles, tolerando su
ignorancia y rudeza, su poca fidelidad y tratando
a los pecadores con una ((**It16.443**))
llaneza y familiaridad como para despertar estupor
en unos, casi el escándalo en otros, y, en muchos,
la santa esperanza de obtener el perdón de Dios.
Por eso, nos dijo que aprendiéramos de El a ser
mansos y humildes de corazón. Desde el momento en
que son nuestros hijos, alejemos toda cólera
cuando tenemos que corregir sus faltas, o al menos
moderémosla de manera que parezca totalmente
dominada. Ninguna agitación del ánimo, ningún
desprecio en la mirada, ninguna injuria en los
labios; sólo compasión para el momento y esperanza
para el porvenir; así seréis verdaderos padres y
lograréis una verdadera corrección.
En ciertos momentos muy graves, aprovecha más
una recomendación a Dios, un acto de humildad ante
El, que toda una tempestad de palabras, que, si
por un lado no producen más que daño en quien las
oye, por otro, no acarrean ningún provecho a quien
las merece. Recordemos a nuestro divino Salvador,
que perdonó a la ciudad, que no quiso recibirle
dentro de sus murallas, a pesar de las
insinuaciones, por su honor humillado, de aquellos
dos celosos Apóstoles suyos, que de buena gana
habrían querido verla fulminar en justo castigo.
El Espíritu Santo nos recomienda esta calma con
aquellas sublimes palabras de David: Irascímini et
nolite peccare. Y, si a menudo vemos que fracasa
nuestra labor, y que nuestro trabajo sólo produce
abrojos y espinas, creedme, hijos míos, debemos
achacarlo al defectuoso sistema de disciplina. No
creo oportuno recordaros extensamente la solemne y
práctica lección, que un día quiso Dios dar a su
profeta Elías, que tenía un no sé qué de común con
algunos de nosotros, en el ardor por la causa de
Dios y en el celo inconsiderado por reprimir los
escándalos, que veía propagarse en la casa de
Israel. Vuestros superiores os lo podrán referir
por extenso, tal y como se lee en el libro de los
Reyes; yo me limito a la última expresión, que
viene como anillo al dedo en nuestro caso, y es:
Non in commotione Dominus (I Re., XIX, 11), y que
santa Teresa interpretaba: Nada te turbe.
Nuestro querido y manso san Francisco, lo
sabéis, se había impuesto una severa regla, a
saber, que su lengua no hablaría cuando el corazón
estuviese agitado. En efecto, solía decir: <>de
qué sirve hablar a quien no entiende?>>. Cuando un
día le reprocharon haber tratado con excesiva
dulzura a un jovencito, que se había hecho
culpable por una falta grave contra su madre,
dijo: Este joven no era capaz de aprovechar mis
amonestaciones, porque la mala disposición de su
corazón le había quitado la razón y el juicio; una
áspera corrección no le hubiera aprovechado a él,
y hubiera sido perjudicial para mi, haciéndome
sufrir lo de aquellos que se ahogan por querer
salvar a otros. Estas palabras ((**It16.444**)) de
nuestro Patrono, digno de admiración, manso y
sabio educador de corazones, os las he querido
subrayar para que llamen más vuestra atención y
para que las podáis grabar más fácilmente en la
memoria.
En ciertos casos, puede aprovechar hablar en
presencia del culpable con otra persona sobre la
desgracia de los que pierden la razón y el juicio
hasta obligar a que se los tenga que castigar;
también es eficaz suspender las señales ordinarias
de confianza y amistad hasta advertir(**Es16.370**))
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