((**Es16.368**)
1.° No castiguéis nunca, sino después de haber
agotado todos los otros medios.
íCuántas veces, queridos hijos míos, he tenido
que convencerme de esta gran verdad en mi larga
carrera! Ciertamente es más fácil irritarse que
tener paciencia; amenazar a un niño que
persuadirlo; más aún, diría que es más cómodo para
nuestra impaciencia y nuestra soberbia, castigar a
los que se nos resisten que corregirlos
soportándolos con firmeza y benignidad. La caridad
que os recomiendo es la que empleaba san Pablo con
los fieles recién convertidos a la religión del
Señor, y que, a menudo, le hacían llorar y
suplicar cuando los veía menos dóciles y en
armonía con su celo.
Por eso, recomiendo a todos los Directores que,
ante todo usen la corrección paterna con nuestros
queridos hijos, y que ésta se haga en privado, o,
como suele decirse, in cámera charitatis. Jamás
hay que reñir directamente en público, a no ser
para impedir el escándalo, o repararlo cuando se
hubiese dado.
Si, después de la primera amonestación, no se
ve ningún provecho, háblese de ello con otro
superior que tenga cierta influencia sobre el
culpable y, finalmente, con el Señor. Yo querría
que el salesiano fuese como Moisés, que se
esfuerza para aplacar al Señor justamente
indignado contra su pueblo de Israel. He visto que
raras veces aprovecha un castigo repentino y dado
sin haber buscado antes otros medios. Nada, dice
san Gregorio, puede forzar un corazón, el cual es
como una fortaleza inexpugnable, que precisa
conquistar con afecto y con dulzura. Sed firmes en
querer el bien e impedir el mal, pero siempre
dulces y prudentes; y, además, sed constantes y
amables, y veréis cómo Dios os hará dueños hasta
del corazón más duro. Ya lo sé, ésta es una
perfección, que no se encuentra frecuentemente en
maestros y asistentes que, a menudo, son todavía
jóvenes... Ellos no quieren tratar a los niños
como convendría tratarlos: no harían más que
castigar materialmente y, al no conseguir nada,
dejan que todo se malogre o dan golpes con razón o
sin ella.
Por esto, vemos a menudo propagarse el mal,
difundirse el descontento hasta en los mejores y
cómo el que desea corregir ((**It16.441**)) queda
impotente para cualquier buen resultado. Por eso,
debo presentaros otra vez como ejemplo mi
experiencia personal. Ha encontrado a menudo
caracteres tan tercos, tan reacios a toda buena
insinuación que no daban ninguna esperanza de
salvación y veía la necesidad de tomar severas
medidas con ellos, y sólo se sometieron por la
caridad. A veces nos parece que un niño no saca
provecho de nuestra corrección, mientras, por el
contrario, siente en su corazón magnífica
disposición para dejarse guiar, que nosotros
malograríamos con un desacertado rigor y
pretendiendo que el culpable se corrija de su
falta en seguida. Os diré, ante todo, que tal vez
él no cree tener tanta culpa por una falta, que
cometió por ligereza, más que por malicia. Hablé
muchas veces con algunos de estos pequeños
rebeldes y, al tratarlos con benevolencia y
preguntarles por qué se mostraban tan indóciles,
me contestaron que lo hacían porque se les tenía
rabia, como suele decirse, o porque un determinado
superior los perseguía. Al informarme después de
las cosas, con calma y sin preocupación, tenía que
convencerme de que la culpa era menor de lo que
parecía y, a veces, desaparecía casi por completo.
Por lo cual, he de decir con pena que nosotros
mismos teníamos siempre una parte de culpa en la
escasa sumisión de tales muchachos. Vi también a
menudo que los que exigían de sus alumnos
silencio, castigo, exactitud y obediencia rápida y
ciega, eran, sin embargo, los que violaban las
saludables amonestaciones, que otros superiores y
yo teníamos que hacer; y hube de convencerme de
que los maestros que no perdonan nada a los
alumnos, son después los que perdonan todo para sí
mismos. Así, pues, si queremos saber
(**Es16.368**))
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