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->>Y don Fagnano, don Costamagna, don Lassagna,
don Milanesio, dónde están?
-Nosotros no los hemos conocido. Son los que
vinieron aquí en tiempos pasados: los primeros
Salesianos que llegaron de Europa a estos países.
Pero íhan pasado ya tantos años después de su
muerte!
Al oír esta respuesta pensé maravillado:
-Pero >>esto es un sueño o una realidad?
Y golpeaba las manos una contra la otra, me
tocaba los brazos y me movía oyendo el palmoteo, y
me sentía a mí mismo y me persuadía de que no
estaba dormido.
Esta visión fue cosa de un instante. Después de
contemplar el progreso maravilloso de la Iglesia
Católica, de la Congregación y de la civilización
en aquellas regiones, yo daba gracias a la
Providencia por haberse dignado servirse de mí
como instrumento de su gloria y de la salvación de
las almas.
El jovencito Colle, entretanto, me dio a
entender que era hora de volver atrás; por tanto,
después de saludar a mis Salesianos, volvimos a la
estación, donde el tren estaba preparado para la
partida. Subimos, silbó la máquina y nos dirigimos
hacia el Norte.
((**It16.393**)) Me
causó gran maravilla una novedad que pude
contemplar. El territorio de la Patagonia en su
parte más próxima al Estrecho de Magallanes, entre
las Cordilleras y el Océano Atlántico, era menos
ancho de lo que ordinariamente creen los
geógrafos.
El tren avanzaba velozmente y me pareció que
recorría las provincias hoy ya civilizadas de la
República Argentina.
En nuestra marcha penetramos en una floresta
virgen, muy ancha, larguísima, interminable. A
cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista
apareció un doloroso espectáculo. Una turba
inmensa de salvajes se había concentrado en un
espacio despejado de la floresta. Sus rostros eran
deformes y repugnantes; estaban vestidos al
parecer con pieles de animales, cosidas las unas a
las otras. Rodeaban a un hombre amarrado que
estaba sentado sobre una piedra. El prisionero era
muy grueso, porque los salvajes le habían
alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido
capturado y parecía pertenecer a una nación
extranjera por la regularidad de sus facciones.
Los salvajes lo habían sometido a un
interrogatorio y él les contestaba narrándoles sus
diversas aventuras, fruto de sus viajes. De
pronto, un salvaje se levantó y blandiendo un
grueso hierro que no era una espada, pero mucho
más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un
solo golpe le cortó la cabeza. Todos los viajeros
del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y
ventanillas observando la escena y mudos de
espanto. El mismo Colle miraba y callaba. La
víctima lanzó un grito desgarrador al ser herida.
Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre,
se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo
pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y
palpitantes sobre un fuego encendido a propósito
y, después de asarlas un poco, comenzaron a
comérselas medio crudas. Al grito de aquel
desgraciado, la máquina se puso en movimiento y
poco a poco adquirió su velocidad vertiginosa.
Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo
de las orillas de un río interminable. Y el tren
unas veces discurría por la orilla derecha y a
veces por la izquierda. Yo me fijé mucho por la
ventanilla en los puentes sobre los cuales
hacíamos estos cambios. Entretanto, sobre aquellas
orillas aparecían de cuando en cuando numerosas
tribus de salvajes. Siempre que veíamos aquellas
turbas, el jovencito Colle repetía:
-íHe ahí la mies de los Salesianos! íHe ahí la
mies de los Salesianos!
Entramos después en una región llena de
animales feroces y de reptiles venenosos,
(**Es16.331**))
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