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((**Es16.331**) ->>Y don Fagnano, don Costamagna, don Lassagna, don Milanesio, dónde están? -Nosotros no los hemos conocido. Son los que vinieron aquí en tiempos pasados: los primeros Salesianos que llegaron de Europa a estos países. Pero íhan pasado ya tantos años después de su muerte! Al oír esta respuesta pensé maravillado: -Pero >>esto es un sueño o una realidad? Y golpeaba las manos una contra la otra, me tocaba los brazos y me movía oyendo el palmoteo, y me sentía a mí mismo y me persuadía de que no estaba dormido. Esta visión fue cosa de un instante. Después de contemplar el progreso maravilloso de la Iglesia Católica, de la Congregación y de la civilización en aquellas regiones, yo daba gracias a la Providencia por haberse dignado servirse de mí como instrumento de su gloria y de la salvación de las almas. El jovencito Colle, entretanto, me dio a entender que era hora de volver atrás; por tanto, después de saludar a mis Salesianos, volvimos a la estación, donde el tren estaba preparado para la partida. Subimos, silbó la máquina y nos dirigimos hacia el Norte. ((**It16.393**)) Me causó gran maravilla una novedad que pude contemplar. El territorio de la Patagonia en su parte más próxima al Estrecho de Magallanes, entre las Cordilleras y el Océano Atlántico, era menos ancho de lo que ordinariamente creen los geógrafos. El tren avanzaba velozmente y me pareció que recorría las provincias hoy ya civilizadas de la República Argentina. En nuestra marcha penetramos en una floresta virgen, muy ancha, larguísima, interminable. A cierto punto la máquina se detuvo y ante mi vista apareció un doloroso espectáculo. Una turba inmensa de salvajes se había concentrado en un espacio despejado de la floresta. Sus rostros eran deformes y repugnantes; estaban vestidos al parecer con pieles de animales, cosidas las unas a las otras. Rodeaban a un hombre amarrado que estaba sentado sobre una piedra. El prisionero era muy grueso, porque los salvajes le habían alimentado bien. Aquel pobrecillo había sido capturado y parecía pertenecer a una nación extranjera por la regularidad de sus facciones. Los salvajes lo habían sometido a un interrogatorio y él les contestaba narrándoles sus diversas aventuras, fruto de sus viajes. De pronto, un salvaje se levantó y blandiendo un grueso hierro que no era una espada, pero mucho más afilado, se lanzó sobre el prisionero y de un solo golpe le cortó la cabeza. Todos los viajeros del ferrocarril estábamos asomados a las puertas y ventanillas observando la escena y mudos de espanto. El mismo Colle miraba y callaba. La víctima lanzó un grito desgarrador al ser herida. Sobre el cadáver, que yacía en un lago de sangre, se lanzaron aquellos caníbales y haciéndolo pedazos colocaron aquellas carnes aún calientes y palpitantes sobre un fuego encendido a propósito y, después de asarlas un poco, comenzaron a comérselas medio crudas. Al grito de aquel desgraciado, la máquina se puso en movimiento y poco a poco adquirió su velocidad vertiginosa. Durante larguísimas horas avanzamos a lo largo de las orillas de un río interminable. Y el tren unas veces discurría por la orilla derecha y a veces por la izquierda. Yo me fijé mucho por la ventanilla en los puentes sobre los cuales hacíamos estos cambios. Entretanto, sobre aquellas orillas aparecían de cuando en cuando numerosas tribus de salvajes. Siempre que veíamos aquellas turbas, el jovencito Colle repetía: -íHe ahí la mies de los Salesianos! íHe ahí la mies de los Salesianos! Entramos después en una región llena de animales feroces y de reptiles venenosos, (**Es16.331**))
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