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casuchas, sobre las que se destacaba tímidamente
un pequeño campanario; hacía siete años que habían
establecido allí su morada unos centenares de
familias italianas, abandonadas ((**It16.370**)) en
aquellas tierras por codiciosos especuladores.
Cuando oyó esto, don Luis Lasagna saltó del coche
y se dirigió a la casa más próxima. Apenas se
corrió la voz de que había un cura italiano, se
apiñaron los colonos de todas partes a su
alrededor, y, después, un hombre se apresuró a
abrir la capilla, donde entraron todos. Don Luis
Lasagna les dirigió un discursito conmovedor. Es
imposible describir la alegría de aquella buena
gente, que vivía sin sacerdote, sin sacramentos y
sin oír la palabra de Dios. Su situación le
enterneció. Repartió las estampas y medallas que
llevaba, les dio unas cuantas recomendaciones
útiles y se marchó llorando y prometiendo que
volvería pronto o enviaría a alguno que se cuidara
de sus almas. Los Salesianos, como veremos,
mantuvieron la palabra.
Los Obispos de Pará y de Cuyabá seguían
suplicando también con redoblada insistencia que
fueran los Salesianos a sus extensísimas diócesis;
es más, el segundo de los dos se trasladó a Villa
Colón para hablar a don Luis Lasagna con un
esquema de convenio que fue enviado a Turín. Pero,
después de discutirlo el veintiocho de diciembre
en el Capítulo Superior, se concluyó con un
aplazamiento de la deliberación.
-Ahora, dijo don Bosco, tenemos a la vista las
islas Malvinas y estamos buscando los medios para
evangelizarlas; además, debemos concentrar
nuestras fuerzas en el nuevo Provicariato y en la
nueva Prefectura apostólica y no extendernos a
otras partes. Roma quiere hechos y no palabras.
Dentro de unos años Roma querrá ver el resultado
de nuestros trabajos en las provincias que nos
confía.
Pasemos ahora a hablar de Patagonia y de los
nuevos medios a los que aludía don Bosco con su
observación.
Los indios que, durante la campaña del general
Roca, no se habían sometido ni refugiado en Chile
o alejado hacia el Sur, poco a poco volvieron a
juntarse entre sí, atraídos como siempre por el
valeroso cacique Namuncurá. Este fiero defensor de
la independencia indígena había adquirido mucha
experiencia en las guerras sostenidas contra
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argentinos, ayudado en esto por la innata astucia
y sagacidad de su raza y, además, por su natural
talento. Habría querido emprender correrías para
hacer botín con que remediar las necesidades de su
gente; pero vigilaba el general Villegas, a quien
había dejado Roca para guardar la frontera del Río
Negro. A fines del año 1882, tuvo Villegas
indicios de alguna amenaza, por lo que empezó
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