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pueblo francés aumentaba desmesuradamente el
interés por la suerte del Príncipe. En la noche
del día doce de julio las cosas empeoraron tan
rápidamente que parecía inminente el principio de
la agonía. En medio de tanta zozobra general, se
volvieron las esperanzas a María Auxiliadora y se
llegó al convencimiento de que la Virgen haría el
milagro con las oraciones de don Bosco. El Conde
manifestó de nuevo el deseo ((**It16.334**)) de
verle. Inmediatamente telegrafió a París el
marqués de Foresta, secretario, que se enviase sin
demora a Turín al conde Du Bourg con orden de
llevar consigo a don Bosco hasta Froshdorf.
José Du Bourg, de Toulouse, pertenecía, desde
hacía veinte años, a la Maison du Roi, esto es, al
séquito inmediato del conde de Chambord, y gozaba
de su entera confianza. Estaba casado con una hija
del gran amigo de don Bosco, el conde Carlos de
Maistre, por lo que entabló muy pronto relación
con el Siervo de Dios. No había, por tanto, en el
círculo de amistades del Príncipe persona más
idónea, a quien confiar el delicado encargo.
El conde Du Bourg, que acababa de regresar de
Froshdorf y anhelaba volver a ver a su familia,
interrumpió el viaje y salió al instante para
Turín. Llegó hacia las diez de la mañana del día
trece. Su primer pensamiento fue ir en busca del
barón Ricci des Ferres, su primo, para que lo
acompañara a Valdocco. Al llegar al Oratorio, se
anunció y fue introducido y recibido por el Santo
con una bondadosa sonrisa que le ensanchó el
corazón. Después de las primeras preguntas del
Santo sobre su familia, se apresuró a exponerle el
objeto de su viaje y de su visita. Un no rápido y
resuelto fue la respuesta; después vinieron las
explicaciones. El reciente viaje a Francia le
había cansado excesivamente; después del regreso,
se había sentido mal y no había podido atender al
despacho de muchos asuntos; no podía todavía andar
bien, ya que las piernas le parecían dos máquinas
inertes de goma elástica.
-Por lo demás, añadió, >>qué voy a hacer en
aquel castillo? No es un lugar para don Bosco. Yo
únicamente puedo rezar por el Príncipe, y ya rezo
y hago rezar a toda mi Congregación. Si el Señor
quiere conceder la salud al Príncipe, lo hará;
pero yo, repito, sólo puedo rezar, y para esto no
hace falta, por cierto, ir lejos de Turín.
El conde Du Bourg quedó consternado y, sin
embargo, vivo o muerto, estaba decidido a
llevárselo. Empezó, pues, por observar que él, al
actuar de aquella manera, sólo había examinado una
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vertiente de la cuestión, la vertiente personal.
-Un santo, afirmó, ciertamente no se
adelantaría por su cuenta y se mezclaría con cosas
que apasionan al público. Pero en nuestro caso
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