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-Si sólo es ésa su curiosidad puedo contestarle
inmediatamente.
Dicho esto, mandó llamar al cocinero y se lo
preguntó. El cocinero fue a consultar el libro de
las provisiones y volvió con la respuesta; de la
cocina habían salido víveres por valor de doce mil
quinientos francos.
-Ahora que lo sabe, >>está usted satisfecho?,
le preguntó el señor.
-Sí y no. Doce mil quinientos francos para
honrar al pobre don Bosco son verdaderamente un
gasto excesivo. Si mis muchachos supieran que don
Bosco hace gastar tanto para él en una comida, se
quedarían asombrados. >>No habría ((**It16.267**)) sido
mejor, dirían ellos, que le hubieran dado el
dinero para proporcionarnos panecillos?
-íPuede hacerse perfectamente lo uno y lo
otro!, exclamó su interlocutor que, si ciertamente
era rico, también sabía portarse con
magnificencia.
En efecto, antes de que los comensales se
levantasen de la mesa, acercóse un jovencito con
mucha gracia a don Bosco y, diciéndole un
cumplido, le presentó un sobre cerrado sobre una
preciosa bandeja. Cuando don Bosco lo abrió, se
encontró con billetes de banco por valor de doce
mil quinientos francos.
Nos ha llegado el recuerdo de otros hechos
extraordinarios, a más del mencionado al comienzo.
El primero se refiere personalmente a la señora
Philippal De Roubaix. Tenía la señora las piernas
tan entorpecidas que cada paso le costaba agudos
sufrimientos. La llevaron a la iglesia donde se
encontraba el Santo; diole éste la bendición y una
medalla, y curó al instante. Jamás sufrió
molestias de aquella clase.
El señor Santiago Thery tenía un hijito
raquítico, que no podía caminar, ni casi moverse.
Lo acercaron los padres a don Bosco y éste le pasó
ligeramente la mano sobre sus brazos y sus
piernas. Aquel tocamiento bastó; el niño cobró
vigor y, libre del mal, creció fuerte y sano.
Más llamativo todavía fue otro prodigio. Una
huerfanita de Aire-sur-Lys había llegado a tal
extremo, víctima del escrofulismo, que ni siquiera
se la podía admitir a la primera comunión; tenía,
además, una pierna tan torcida que difícilmente
podía tenerse en pie. La señorita Clara Louvet,
que había ido a Lille para ver a don Bosco, le
entregó una carta del abate Engrand 1, en la que
recomendaba a sus oraciones a la pobre criatura.
Era un sábado por la tarde; don Bosco metió la
carta en el bolsillo para leerla cuando pudiese.
Pues bien, sucedió que, a primeras horas de la
noche del lunes al martes, la
1 Véase vol. XV, cap. XIX.
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