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((**Es16.212**) a eso de las dos y media del primero de mayo. Don Bosco, sentado en el fondo de la sala, tenía a su derecha la Comisión de las damas protectoras presididas por la duquesa de Reggio, y a la izquierda a la Comisión de los miembros fundadores, entre los cuales estaba monseñor Du Fougerais, presidente de la obra y director de la Santa Infancia. Todos los presentes pudieron oír a su gusto las palabras del Santo. Se notó que las nobles damas llevaban en la mano, para entregárselas, hojitas escritas a lápiz o a pluma, que contenían sus desiderata, esto es, peticiones de oraciones para curaciones, para recibir consuelos y gracias espirituales, para mil otras cosas. El habló en estos términos: ((**It16.248**)) Monseñor, Señores: Lo que verdaderamente da valor a esta reunión es la conexión que tiene con la gran obra, que hoy me ofrece la ocasión de dirigiros unas palabras. No sé como conciliar las dos cosas: nuestra obra es una obra de pobreza y de miseria y aquí me parece que todo es riqueza y abundancia. Es verdad, sin embargo, que para llevar a cabo una obra tan hermosa y tan grande se requieren dos cosas: por una parte, la riqueza que da y la caridad que prodiga, y, por otra, la pobreza que recibe con gratitud esta caridad. Pues bien, esto es cabalmente lo que hoy encuentro con profusión y por todas partes en la gran ciudad de París. Lo veo aquí en este momento y, especialmente, en usted, Monseñor, que ya tantas veces ha dado prueba de su bondad y caridad en la ciudad de su diócesis. Pero ha hecho más, ha querido honrar algunas veces con su presencia la ciudad de Turín. Este es, permítame que lo diga, un favor, del que guardaremos siempre el más profundo y grato recuerdo. >>Y qué más puede deciros un pobre sacerdote como yo que, a duras penas, sabe expresarse y hacerse entender en vuestra lengua francesa? No puede hacer más que daros su bendición. Dios Todopoderoso os conceda el valor necesario para arrostrar las batallas de la vida y os dé valor para confesar y defender por doquiera y siempre la verdad; íos lo conceda especialmente en este momento, en que tanta necesidad tenemos de católicos y buenos católicos! En la hora presente no debe el buen católico defender la religión con las armas guerreras, con la violencia o con medios parecidos; lo que es preciso hacer es esforzarse con el buen ejemplo y con la práctica de todas las virtudes para atraer todos los corazones a esta religión, a la que tenemos la dicha de pertenecer. Desde este punto de vista, dirijo mi agradecimiento a Monseñor, que dispensa su amable caridad a nuestra gran obra y de manera muy especial a las escuelas agrícolas. Me refiero a Saint-Cyr, cerca de Tolón; después a Marsella, donde existe una gran casa de artes y oficios para los aprendices de la escolanía parroquial y para estudiantes pobres; a La Navarre, dedicada totalmente a muchachos pobres del campo; a Niza, por último, donde se recibe a muchachos pobres que andan por calles y plazas, todos en peligro y que, de no encontrar una mano que los socorra y recoja, están destinados a convertirse en muy breve tiempo en azote de la sociedad. Son los que llenarán las cárceles, serán pronto unos infelices y, por desgracia, lo repito, el azote de la sociedad en general y de la familia en particular. (**Es16.212**))
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