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a eso de las dos y media del primero de mayo. Don
Bosco, sentado en el fondo de la sala, tenía a su
derecha la Comisión de las damas protectoras
presididas por la duquesa de Reggio, y a la
izquierda a la Comisión de los miembros
fundadores, entre los cuales estaba monseñor Du
Fougerais, presidente de la obra y director de la
Santa Infancia. Todos los presentes pudieron oír a
su gusto las palabras del Santo. Se notó que las
nobles damas llevaban en la mano, para
entregárselas, hojitas escritas a lápiz o a pluma,
que contenían sus desiderata, esto es, peticiones
de oraciones para curaciones, para recibir
consuelos y gracias espirituales, para mil otras
cosas. El habló en estos términos:
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Monseñor, Señores:
Lo que verdaderamente da valor a esta reunión
es la conexión que tiene con la gran obra, que hoy
me ofrece la ocasión de dirigiros unas palabras.
No sé como conciliar las dos cosas: nuestra obra
es una obra de pobreza y de miseria y aquí me
parece que todo es riqueza y abundancia. Es
verdad, sin embargo, que para llevar a cabo una
obra tan hermosa y tan grande se requieren dos
cosas: por una parte, la riqueza que da y la
caridad que prodiga, y, por otra, la pobreza que
recibe con gratitud esta caridad.
Pues bien, esto es cabalmente lo que hoy
encuentro con profusión y por todas partes en la
gran ciudad de París. Lo veo aquí en este momento
y, especialmente, en usted, Monseñor, que ya
tantas veces ha dado prueba de su bondad y caridad
en la ciudad de su diócesis. Pero ha hecho más, ha
querido honrar algunas veces con su presencia la
ciudad de Turín. Este es, permítame que lo diga,
un favor, del que guardaremos siempre el más
profundo y grato recuerdo.
>>Y qué más puede deciros un pobre sacerdote
como yo que, a duras penas, sabe expresarse y
hacerse entender en vuestra lengua francesa? No
puede hacer más que daros su bendición. Dios
Todopoderoso os conceda el valor necesario para
arrostrar las batallas de la vida y os dé valor
para confesar y defender por doquiera y siempre la
verdad; íos lo conceda especialmente en este
momento, en que tanta necesidad tenemos de
católicos y buenos católicos! En la hora presente
no debe el buen católico defender la religión con
las armas guerreras, con la violencia o con medios
parecidos; lo que es preciso hacer es esforzarse
con el buen ejemplo y con la práctica de todas las
virtudes para atraer todos los corazones a esta
religión, a la que tenemos la dicha de pertenecer.
Desde este punto de vista, dirijo mi
agradecimiento a Monseñor, que dispensa su amable
caridad a nuestra gran obra y de manera muy
especial a las escuelas agrícolas. Me refiero a
Saint-Cyr, cerca de Tolón; después a Marsella,
donde existe una gran casa de artes y oficios para
los aprendices de la escolanía parroquial y para
estudiantes pobres; a La Navarre, dedicada
totalmente a muchachos pobres del campo; a Niza,
por último, donde se recibe a muchachos pobres que
andan por calles y plazas, todos en peligro y que,
de no encontrar una mano que los socorra y recoja,
están destinados a convertirse en muy breve tiempo
en azote de la sociedad. Son los que llenarán las
cárceles, serán pronto unos infelices y, por
desgracia, lo repito, el azote de la sociedad en
general y de la familia en particular.
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