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su encargo; pudo, por fin, sacar al Santo de la
avalancha de los potentados personajes de ambos
sexos, que le tenían prisionero y llevarle hasta
un modestísimo coche de alquiler. No fueron
directamente al Instituto, porque antes don Bosco
tenía que visitar a un niño enfermo. En la mesa
alegró a los convidados con su agradable
conversación.
-Con su francés, comme ci comme ça, dijo Su
Eminencia, en un coloquio al que también asistía
quien ahora escribe, se hacía entender muy bien.
A continuación, hubo una recepción en el aula
magna con todos los profesores y casi todos los
alumnos. Le invitaron a hablar y lo hizo con gran
sencillez, exponiendo el origen de su obra y las
dificultades ((**It16.242**)) que
hubo de superar. Todos estaban pendientes de sus
labios.
Cuando no le venía un vocablo, se inclinaba a un
lado y preguntaba al vecino.
->>Cómo se dice esto en francés?
Cuando oía el término, lo repetía.
-C'était délicieux, concluyó el Cardenal, le
succŠs fut trŠs grand 1.
Aquella misma tarde, dio una gran satisfacción
a una noble familia. La señora Du Plessis tenía
una nietecita de veintiséis meses con tos ferina y
peligrosas complicaciones, que hacían pronosticar
a los médicos un triste desenlace. La abuela había
obtenido de don Bosco, a través de la señora
Combaud, la promesa de una visita a la enferma.
Fue ella misma a buscarle con su coche. Entró don
Bosco, acompañado por el secretario, en el palacio
y encontró a los padres de la enfermita sumidos en
llanto. Hacía poco que habían perdido también a un
hijo. Lleváronle hasta el lecho de la pequeñita.
Hizo el Santo una breve oración e invitó después a
rezar a los padres y a los presentes. Mientras
rezaban, se detuvo de pronto y, volviéndose al
señor Du Plessis, dijo:
-No basta que recen los demás, es menester que
rece también su padre.
Por último, puso al cuello de la niña una
medalla de María Auxiliadora, diciendo:
1 El Cardenal habló también de otro encuentro
que tuvo con don Bosco. Un año, al volver a Italia
para las vacaciones, llegó a Turín con dieciséis
liras en el bolsillo. Con las prisas por salir, se
le había caído al suelo el portamonedas y, como ya
había sacado el billete por anticipado, no se dio
cuenta de que había perdido la cartera hasta
llegar a la frontera. Aprovechando una parada en
Turín, voló al Oratorio y pidió a don Bosco cien
liras prestadas. Las obtuvo enseguida sin
formalidad alguna. Véase Bulletin Salésien,
agosto-septiembre de 1932.
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