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CAPITULO VII
EN PARIS: CONFERENCIAS
LLAMAMOS aquí conferencias, a la manera italiana
de hoy, a lo que llaman en Francia sermons de
Charité o pláticas amistosas, en las que se hace
un llamamiento a la caridad del auditorio,
exponiendo la naturaleza, la situación y las
necesidades de una obra benéfica. Don Bosco habló
de esta manera desde algunos púlpitos parisienses
a numerosos auditorios con un lenguaje sencillo y
llano, pero franco y cordial, que calaba hondo en
el alma y conmovía. El padre Félix Giordano, de
los Oblatos de María, refería en Niza algunas
observaciones de un señor francés sobre las
conferencias de don Bosco en París, que van muy
bien para abrirnos el camino de lo que vamos a
narrar 1.
En París, decía aquel señor, prestamos oídos de
mercader a los predicadores de mucha fama; para
sacarnos de esa apatía, se requiere que venga a
vernos don Bosco. Viene don Bosco, se difunde la
voz de su llegada y he ahí que se mueve la alta
sociedad; todos quieren verle y oírle. Sube al
púlpito, sin ninguna de esas dotes personales, que
cautivan inmediatamente al público, todos sus
recursos oratorios son una pobre sotana, un rostro
bondadoso, unas maneras sencillas y una palabra
poco cuidada. Y, sin embargo, no hay uno que lo
desapruebe, ((**It16.230**)) sino
que todos lo escuchan con respetuoso silencio.
Cuenta la historia de sus oratorios, de sus
colegios, de sus misiones e intercala máximas y
episodios, que son oídos con gusto. Habla siempre
despacio y con calma, de modo que todos pueden
seguirle. Nadie se extraña de su acento extranjero
y de su fraseología no muy castiza. Habla al
corazón y le escucha el corazón, que no el oído;
efectivamente surcan los rostros lágrimas de
conmoción y, después, no se habla en las casas de
otra cosa. En conclusión, basta que abra la boca
don Bosco para que sea el hombre más considerado y
obedecido.
Después de referir conceptos del señor francés,
los explica el religioso diciendo que son hechos,
que sólo se leen en las vidas de los
1 Carta a don Miguel Rúa, 25 de marzo de 1888.
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