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Pasaron pocos meses y aquel chiquito, pletórico
de vida y de salud, cayó enfermo por un accidente
imprevisto y, al cabo de ocho días, murió.
Entonces se comprendió qué quería significar
aquella frase misteriosa y aquella mirada tan
compasiva.
La bendición general impartida por don Bosco
antes de entrar, no consiguió que se marchase la
gente que, mientras él estuvo dentro, quedóse
aguardándolo. Como quiera que no tenía tiempo para
hablar con cada uno, escuchó con calma lo que unos
y otros le dijeron, respondió después en común a
todos y les dijo que llevaba consigo todas sus
intenciones y que se uniesen también ellos de
corazón a las oraciones, que él elevaría a María
Auxiliadora. Bendijo a los que se habían reunido y
bajó para tomar el coche; el concurso de gente no
había disminuido lo más mínimo. Al verlo, se
abalanzaron hacia él rápidamente. Unos tomaban sus
manos para besarlas, otros le hacían tocar objetos
de devoción. Para librarlo y dejarlo salir, fue
preciso que un señor alto, membrudo y resuelto se
pusiera delante de él y le abriera el paso, al
tiempo que otros dos voluntarios lo protegían por
los lados y un cuarto defendía sus espaldas. Subió
al coche, pero éste no podía ponerse en marcha sin
peligro de atropellar a la gente bajo las ruedas;
por lo cual, algunos ((**It16.206**))
obreros colocáronse a los lados y lo empujaron
hacia adelante con cautela. Recorrió así un corto
trecho y, primero una, después cien veces,
gritaron:
-íDon Bosco, la santa bendición!
Don Bosco mandó parar y después, conmovido
hasta las lágrimas, se levantó del asiento y
contestó:
-Sí, sí; os bendigo a vosotros y bendigo a
Francia.
Un estallido de vítores entre un mar de brazos
al aire, agitando pañuelos, gorras y sombreros,
saludó sus palabras y fue la señal del fin.
Conocemos cuatro visitas del día veintidós de
mayo, y con suficientes noticias. Celebró la misa
en el monasterio de los Pájaros. Era ésta la
poética denominación de la comunidad y del
colegio, que la Congregación de Notre-Dame,
fundada por san Pedro Fourier, tenía en París, en
la esquina de la calle SŠvres con el bulevar de
los Inválidos. La noticia, llegada a la casa la
tarde anterior, alumbró un día de gran fiesta para
religiosas y alumnas, ansiosas por ver a un santo.
Fácil es comprender que no pudo ocultarse el
suceso; así que una bocanada de gente, agolpada a
la entrada del patio de honor, intentó irrumpir
detrás del coche, de modo que con gran trabajo se
logró cerrar las hojas del portón.
Don Bosco no quiso descansar en el locutorio y
entró en seguida
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