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óptimas recaudadoras, fue a casa de ésta a cumplir
aquel acto de bondad. El encuentro estaba fijado
para las dos de la tarde y tenía que ser en la
intimidad; pero la noticia llegó a conocimiento
del público y, a las doce, comenzó el asalto a la
librería, de tal forma que fue preciso cerrarla.
Se fue aglomerando tanta gente en la calle que
quedó taponada la circulación. La masa inundó el
patio, las dependencias abiertas, las escaleras,
todos los rincones accesibles. Dieron las tres,
las cuatro, las cinco de la tarde y don Bosco no
asomaba; pero la gente no se movía... Llegó la
hora de la salida del trabajo de los obreros y
allá que se fueron muchos de ellos, desde diversos
puntos, a engrosar la muchedumbre.
Después de las seis, aparecía por fin el coche
maniobrando como podía para abrirse paso. A la
entrada en el patio, alguien propuso a don Bosco
que, para despedir en paz a tanta gente, sería
oportuno dirigirles unas palabras y darles la
bendición. El, desde el estribo del coche, arengó
brevemente a las quinientas o seiscientas personas
que ocupaban el recinto. Le escucharon en perfecto
silencio y con sentimiento de piedad. Los hombres
estaban con la cabeza descubierta; al darles la
bendición, hombres y mujeres doblaron las rodillas
y se santiguaron varias veces. El citado diario
comentaba:
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cristiano, que realizaba un acto de fe en Dios y
de respeto y veneración a la santidad>>.
Al entrar en la casa, se adelantó de pronto
hacia él la señora Bonté, amiga de la familia,
pidiéndole la bendición para sus dos hijos allí
presentes y para otros que estaban en un colegio.
Don Bosco dijo que los bendecía a todos junto con
su padre. Puso, después, la mano sobre la cabeza
del más pequeño y dijo:
-Este para el Señor.
La señora, que deseaba que alguno de sus hijos
se hiciese sacerdote, interpretó en este sentido
las palabras de don Bosco y contestó:
-Y todos, padre mío, si Dios lo quiere así.
Pero don Bosco, echándole una mirada tan dulce,
que después de cincuenta años todavía le parece
verlo, replicó:
-No, basta uno.
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