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Todavía está vivo en aquella casa el recuerdo de
don Bosco. Poco tiempo después, hubo una exalumna,
que entró como novicia de la Orden en Turín,
Cecilia Roussel, y adquirió e hizo que él le
bendijera una estatua de María Auxiliadora que
envió al convento donde las religiosas y las
alumnas internas todavía la honran hoy día con
redoblada oración.
Una persona distinguida, que merecía y obtuvo
al día siguiente el honor de una visita, fue el
vizconde de Damas que, con cristiano valor y santa
perseverancia, dedicó su vida a la noble misión de
reavivar en el pueblo francés la fe mediante las
peregrinaciones piadosas.
Envió su coche a la avenida de Mesina y condujo a
palacio a don Bosco el día veinticinco de abril, a
eso de las ocho y media de la mañana. El señor
recibió, con gran reverencia, al pie de la
escalera de honor que daba al patio, al venerado
huésped que, sostenido por su brazo, subió
lentamente los peldaños y, en la terracita que se
extendía delante del atrio, recibió el homenaje de
toda la familia, intercambiáronse unas cordiales
palabras de saludo y fue acompañado al oratorio
privado, donde todos los de la casa y poquísimos
íntimos más se situaron tras él; durante su
preparación para la celebración de la misa.
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El santo Sacrificio se celebró en medio del más
religioso silencio.
Casi todos los presentes recibieron de sus manos
el pan eucarístico.
Cuando acabó la acción de gracias, le
acompañaron a la sala, donde un grupo de niños le
ofreció una agradable bienvenida. Con su
amabilidad se ganó enseguida su confianza. Dijo a
todos unas palabras a propósito, los bendijo y se
entretuvo un ratito con los mayores. El diario
mencionado escribía:
<>.
Después de recibir de rodillas la bendición, lo
invitaron a un almuerzo íntimo; luego se puso el
Vizconde a las órdenes del amado huésped, hízole
subir al coche y estuvo a su lado, mientras don
Bosco visitó a enfermos necesitados de sus
consuelos espirituales.
(**Es16.155**))
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