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comenzó a llenarse la capilla de personas
distinguidas y devotas, que, a pesar de la
incomodidad causada por el gentío y la molestia de
la larga espera, se mantuvieron allí con
edificante recogimiento. Don Bosco no llegó hasta
las nueve; las continuas sorpresas le impedían
cumplir ningún horario. Caminaba apoyándose en el
brazo de don Camilo de Barruel, pasando entre
aquel público aristocrático, que con dificultad le
dejaba paso. Todas las miradas le seguían con una
expresión de reverencia y oración. En la mística
quietud de aquella capillita, cuando subió el
celebrante al altar, casi se oía cómo latían los
corazones de los presentes al compás del suyo,
durante el divino sacrificio. Después del
evangelio, se volvió hacia la asamblea y, con
palabras muy sencillas, mostró a aquella gente
rica que no hay más que una verdadera riqueza, el
temor de Dios. Y les ofreció un hermoso episodio
como ejemplo edificante. Un muchacho de familia
acaudalada había sido llevado a Roma por su padre
para presentarlo al Pontífice Pío IX. Llegado ante
el Vicario de Jesucristo, el buen padre pidió una
bendición especial para su hijo Luis, a fin de que
Dios lo conservase al afecto de los suyos. El
Padre Santo puso su mirada dulce y paternal sobre
el jovencito y, después, recogidamente y elevando
los ojos al cielo, le dijo:
-Luis, que seas siempre un buen cristiano.
Después, poniéndole la mano sobre el hombro,
siguió diciendo con acento grave y recalcando las
palabras:
-Luis, que seas rico...
-Beatísimo Padre, interrumpió el señor,
nosotros no pedimos bienes de fortuna. Dios nos
los ha dado...
Pero el Papa, sin descomponerse, repitió y
terminó la frase empezada:
-Luis, que seas rico en la verdadera riqueza;
que poseas siempre el temor de Dios.
Los presentes no adivinaron seguramente quiénes
eran aquel padre y aquel hijo, en los que nos
resulta fácil a nosotros reconocer al conde Colle
y a su querido hijo Luis.
Con dificultad pudieron los allí reunidos
acercarse a comulgar.
Terminada la misa, todos se encaminaron hacia la
pequeña sacristía, que pronto quedó atestada y
donde los pocos ((**It16.176**)) que
lograron entrar se arrodillaron ante el hombre de
Dios, pidiendo la bendición. Otros querían
sustituir a los primeros, pero el secretario pidió
que le dejaran libre para hacer la acción de
gracias. Y le obedecieron, pero todos los que
pudieron agolparse allí dentro, de rodillas,
formaron un círculo a su alrededor, mientras él
oraba, silenciosos y atentos.
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