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enfermedad, había muerto Julia Drouent, la
compañera de su vida. En el estado de postración
moral, que le causaba aquella pérdida, debió
sentir necesidad de acercarse al sacerdote de
quien todo París contaba maravillas. También la
curiosidad de ver a un hombre tan misterioso pudo
contribuir a que se acercara a él. Pues todos
saben cuánto podía en su imaginación de poeta todo
lo que sabía a arcano, y con cuánta curiosidad se
interesaba por la magia.
Hasta la muerte del escritor, don Bosco no
habló de aquel encuentro; pero la pagana impiedad
de los funerales, con que se pretendió poner en
escena una apoteosis del difunto, movió al Siervo
de Dios a dar a conocer los sentimientos que aquel
personaje le manifestó.
Así, pues, entre mayo y junio de 1885 refirió
la conversación a don Carlos Viglietti y a don
Juan Bautista Lemoyne. El primero la ((**It16.158**))
escribió al dictado 1; Lemoyne retocó después
ligeramente la forma substituyendo el <>
francés por el <> italiano de la
primera redacción e introduciendo alguna frasecita
insignificante. Pero lo más importante es que don
Bosco la repasó, como dan fe de ello tres pequeñas
correcciones, que son ciertamente de su puño y
letra; también parece suya una señal de llamada
para una añadidura al margen, en la que se
reconoce la letra de Lemoyne. Tal vez trazó don
Bosco la crucecita del original que solía poner,
cedió la pluma a Lemoyne y dictó la nota, como es
lícito argüir por la identidad de la tinta; puesto
que Viglietti escribió con tinta negra y don Bosco
anotó con azul, el mismo color en que están
precisamente los diez medios renglones del ancho
margen. Acerca de la exactitud del diálogo podría
dar pie a alguna reserva la distancia del tiempo,
ya que habían transcurrido entonces dos años desde
el encuentro; pero es cosa conocida que don Bosco
mantuvo una memoria extraordinariamente fiel hasta
el fin de su vida. He aquí el documento en toda su
integridad 2.
Hace dos años, durante mi permanencia en París,
tuve la visita de un personaje completamente
desconocido para mí. Después de aguardar la
audiencia unas tres horas, fue recibido en mi
habitación a las once de la noche. Sus primeras
palabras fueron:
-No se asuste, señor, soy un incrédulo y, por
tanto, no creo en ninguno de los milagros, que
andan contando de usted.
Respondí:
1 Don Carlos Viglietti, en su diario ya citado
en otras partes y del que hablaremos en el volumen
siguiente, escribe con fecha 28 de mayo de 1885:
<>.
2 Están en cursiva los retoques de don Bosco y
entre corchetes algunas añadiduras de Lemoyne.
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